28/6/12

Te preguntas, viajero

Alcanzar la isla de Phu Quoc puede resultar escandalosamente aburrido; pasar una temporada allí, mortal o glorioso; y volvier a tierra, demasiado nostálgico para el viajero común. Al archipiélago, breve en tamaño y fama, se llega a duras penas desde algún rincón meridional de Vietnam o Camboya. Y aunque está en el golfo de Tailandia, las masas de turismo, de momento, han preferido destrozar la costa tailandesa y si isla reina, Phuket.

Llegué a esta isla de tierra rojiza a borde de un catamarán que desde Rach Gia tardó varias horas en cubrir las decenas de millas que lo separan de allá. Había pasado unos días en Can Tho y pretendía escabullirme del hormigueo de las calles y de los timadores a sueldo para refugiarme en algún lugar en el que sintiera cierto vértigo: y lo conseguí, pero de mí mismo. Alquilé una cabañita en la playa, a la que accedía con una pequeña moto -que me sacó una ampolla en la mano-, plagada de bichos y demás fauna tropical. El día lo dedicaba a caminar por los caminos desiertos, sin asfaltar, que conducían a algún lugar que nunca lo adiviné; me cruzaba con escolares uniformados que dudo que alguna vez hubieran salido de aquel paraíso-cárcel. Al fin y al cabo, yo estaba allí por elección, ellos por obligación.

Al viajero le arranca su ánimo la certeza de vivir en paz. Y esa considero que es la primera regla del que quiere seguir las manecillas de la brújula. En cierta ocasión escuché decir a un chico que la gente se iba de viaje para encontrar la felicidad, pero él se tiró un año pegándole bocados al mundo estando genial, pero sabía que podía estar mejor. Siempre desconfié de los primeros, seguramente porque en mi primer gran viaje en solitario, con 19 primaveras, me cogí un vuelo a Melbourne. Me había dejado una chica y pensé que en el otro lado del planeta mi cabeza no conseguiría recordar nada de algo que sucedía a tantos miles de kilómetros. Se equivocó la paloma. Y yo también.


En el muelle de Rach Gia había muchos barcos que zarpaban para Phu Quoc, y en Phu Quoc había pocos turistas. Apenas algún resort jodía las costas. El pasaje eran autóctonos que viven de la pesca y llevaban fardos de ropa, e iban y venían a veces solos, a veces acompañados. Luego caminaban solitarios por los caminos de barro. Ese era el panorama que sacudía las emociones. Me alegraba haber llegado, sin ningún tipo de planteamiento, a aquel lugar en el que todo obligaba a mirarse la piel. Poco antes de llegar allí, recuerdo, tracé ciertas ideas. La primera decía...

"Los trenes se van, las estaciones se quedan".

Aquellas palabras parecían premonitorias. El espíritu viajero se agitaba, lo permanente se quedaba quieto, para siempre, mientras que todas las fechorías del interior viajaban con uno. Y eso, la verdad, uno lo empieza a comprender más tarde. El modo de viajar me cambió en aquella isla cuando me enfrenté a la inmensidad del yo. No es lo mismo encajar palabras en una estructura que pretender escribir en verso libre. ¿Por dónde empiezas, qué dices, con quién, por qué, cómo?.

Al viajar hay que extirparle un sentido que va mucho más allá del mero movimiento de lugar. Los temores no se despegan por mucho que saltes en el otro hemisferio, pero sí es un buen primer paso para conectar el verso libre que aletea de la piel para adentro. Ahora que en tres semanas me calzo la mochila y el repelente de mosquitos, creo que es buena oportunidad recordar aquel primer viaje que me lanzó a la conciencia del movimiento. Pero eso tiene que descubrirlo uno por sus propios medios, en sus propias carnes.

6 comentarios:

Fe r dijo...

Seguramente viajando seguirás trazando una ruta hacia el interior que te permitirá descubrir cada vez más formas frescas de hacer versos, aunque no te libres de los fantasmas que llevas de la piel para adentro, que cargas en la mochila aunque quisieras que no formaran parte de tu equipaje.

Me ha gustado mucho esta reflexión de viaje.

Un beso, Diego.

Anónimo dijo...

La cuestión es ir soltando lastre, Fer. Uno no acaba de aprender nunca... y saber eso es muy esperanzador.
Un abrazo

Ferragus dijo...

Creo que sueltas una frase que se vuelve capital en este tema; eso de “la conciencia del movimiento” intuyo que podría invocar de manera casi poética aquellas estaciones y trenes. Un saludo, Diego.

Anónimo dijo...

Ferragus,
hoy lo comentaba con un amigo y creo que es verdad: hasta quien no sabe quién es considera que se conoce.
Conciencia, conciencia, conciencia.
Un abrazo

Miguel dijo...

A lo mejor para encontrarse a uno mismo no hay que viajar al otro lado del planeta. Y eso tú lo sabes. Los recuerdos y las emociones viajan con uno. Pero el viajar sí puede alentar los más recónditos sentimientos que permanecen estancados en nuestra vida sedentaria.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Que el primer y más largo viaje se comienza con un paso y que a veces el mejor viaje... nosce te ipsum. Somos animales sociales y sólo nos conocemos cuando nos confrontamos con otros, donde quiera que sea. ISA