Apenas tengo
relación con el mundo soviético más que algún intento fallido de introducción a
su literatura: siempre me pareció ajeno a mis intereses, y cuando quise
conocerlo lo hice forzado, por lo que fracasé. Pero si quise montarme en un
tren durante un tiempo y atravesar semejante territorio fue para adentrarme en
lecturas en un ambiente propicio. Por algún tiempo me imaginé en vagones
apestados de alcohol y sudor
adentrándome en las sienes de Dostoievski; la nieve al otro lado del cristal y
yo enfrascado en vericuetos psicológicos era una estampa que florecía con furia.
A ello se le
suman los trenes. Sabina dijo alguna vez de ellos que “eran animales mitológicos que simbolizaban la fuga, la huida, la vida, la libertad”. Desde los hombros de mi edad no alcanzo a ver esa
mitología, pero el olfato sí es capaz traerlo con cierta fidelidad. Ahora son
los cielos los que soportan las lágrimas de despedida, y los pañuelos rojos
cambiaron por el asfalto del aeropuerto. Hasta los adioses se han vuelto más
amargos.
Aquel viaje por los surcos del invierno
pasó a ocupar espacio en la montaña de tareas pendientes, donde relevó a Nepal
e India, donde los ferrocarriles son las venas que bombean a millones de
personas en una de esas consecuencias positivas del colonialismo. Por ello, Tren a Pakistán llena esa ausencia de
mitos en torno al ferrocarril: “Los viajeros iban encaramados al techo de los
vagones con las piernas colgando, o subidos a unas literas apretujadas entre
los bogies. Algunos iban peligrosamente montados sobre los topes”. Y aunque en
mi soñado trazado por Siberia perseguiría una anhelo de soledad, la India me recuerda
que esta vez no. “¿En qué lugar de la india se podría encontrar un lugar que no
bullera la vida? […] El país entero era como una habitación abarrotada”, dice
Khushwant Singh en otra parte de la novela.
Los trenes mantienen el sigilo y respetan
el sueño; solo en las paradas nocturnas, en muchos países, se rompe la tranquilidad
con los vendedores que se apiñan en las ventanillas. Pero esa ruptura, en mitad
de la madrugada, resulta incluso placentera. Recuerdo con dulce nostalgia
algunos de esos momentos en algún tren.
Los sueños nunca se extinguen, como mucho
se aplazan: el fin de cualquier soñador honrado es cumplirlos. Doy paso a otros
modos de ahuyentar la rutina que se instala en la conformidad. Pero,
sinceramente, pienso que el mejor modo de no conformarse con ésta es tan
sencillo como negarse a aceptarla.
5 comentarios:
Mi medio de transporte favorito, sin duda.
Tengo maravillosos recuerdos de horas y horas avanzando por las arterias de Polonia y Ucrania.
Como dijo, creo recordar, una Joven y Maldita: el mejor medio de transporte después de las alfombras voladoras.
¡Qué placer leerte, Diego! Sigue a bordo de este tren que te hace escribir cada vez mejor. Como buen soñador honrado, estás cumpliendo tus sueños: ¡enhorabuena!
Un beso.
Yeamon: y eso que nosotros no sé si llegamos muy a tiempo; pero en otro tiempo si que tuvo que ser maravilloso!
Fer: creo que sí, que soy soñador honrado: el tiempo dictará sentencia ;)
Una de las cosas que quiero hacer en la vida es conocer mundo montada en un tren. ¿Puede haber algo mejor? Viajar, conocer paises y culturas, entre ellas la rusa, que a mi parecer es una de las mejores que puede haber. El frío y la nieve hacen de ella un sitio especial, un sitio de esos que se deben ver antes de morir.
Me alegra volver a leerte. Si te soy sincera, no es muy común leer en blogger textos como los que tu escribes, por eso se agradece el cambio y la originalidad en los escritos.
El tren, tenía razón Sabina, es un animal mitológico. Un caballo de hierro. Un ser enigmático con alma metálica. Y los pasajeros que suben a él se convierten en algo así como sus cómplices.
Me ha gustado, una vez más, tu relato, tus pensamientos.
Un abrazo.
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