Me cuesta
horrores echar a bailar los dedos. No sé si es la música la que no los
enciende, la pista descascarillada de baile o el desfase entre mi ritmo y los
nuevos movimientos que se imponen. El resultado final es la incapacidad de
volcar aquí nada; al menos nada que repercuta en la soberanía de mis carnes.
Hablar de cosas
ajenas lo considero inútil y nada original. Las ganas de comprarme un billete
de avión y cargarme una mochila me atrae demasiado: tengo dos destinos en la
manga (y en cuestión de viajes, me gusta cumplirlo), ambos con ganas de
arrancarles (definitivamente) largas historias. A veces sí asoma una pata y
explico cosas que creo necesarias, pero al día siguiente me digo: “¿Quién eres
tú para soltar sermones? Pareces un predicador, o lo que es peor, un periodista
analista”.
Desde hace meses, no escribo versos. Mal o bien, es síntoma de escasa creatividad, de un terreno
poco fértil donde crecer cosas nuevas. Me da rabia: escribir sonetos, encajar
las piezas en el puzle, buscarle más sentidos a las palabras y retorcerlas el pescuezo
hasta leerlas con los ojos al revés es algo que me gusta y entretiene. Pero el
allanamiento del ánimo, la predisposición, me lo impide.
La duda de
sentar o mover el culo. A finales de noviembre, me largo al otro
lado del charco: es la condición de mi beca/contrato. Un año en Madrid, otro
por ahí. Me apetece desde el punto de vista periodístico, porque hallaré historias
que llevarse a la boca, y conoceré las venas y la sangre de otros mundos.
¿Qué libro
escoger? Es algo que me machaca todas las noches. He acabado mis exámenes, por
lo que ahora puedo detenerme por las palabras de libros que me han esperado las
últimas semanas. Al dente. Pero, ¿novela o ensayo? Lo último que leí fue El
talento de Mr Ripley. Ahora muerdo cada noche una historia de Plomo en los
bolsillos y ayer empecé un regalo a demanda: la obra ensayística de Ralph Waldo
Emerson. Durante meses la he tenido vigilante en la estantería, y la tocaba de
vez en cuando. Pero no la leí. He depositado muchas expectativas, y me da miedo
que no me cale como lo hizo Thoreau, por quien llegué a él.
Las raíces y sus
manifestaciones. Vivo en Madrid, pero si me preguntan digo que en Cantabria.
Todas mis cosas, los andamios sobre lo que se han construido la mayoría de lo
que soy (excluyendo la memoria), las tengo en mi casa de Cantabria. Me niego a
hacer una réplica de esa habitación en nuevas casas. He pasado largas
temporadas en muchas ciudades, años incluso pero nunca amenacé a mi refugio
cántabro, nunca me llevé los libros o los cuadros, los discos o las figuritas
que traje de los cinco continentes. Sigo rechazando esa idea, y en las
habitaciones donde paso las noches que no son en mi pueblo, tan solo las
maquillo con un poster barato de James Dean y alguno de Nueva York. Y las cosas
que voy utilizando poco a poco. Cuando acabo un libro (una ristra sí espera en
las baldas de Madrid) rápidamente me lo llevo a Cantabria y allí lo dejo
reposando.
Antonio Machado.
Me gusta. Recito algunos poemas de memoria (“Sabe esperar, aguarda que la marea
fluya…”, “N0 extrañéis dulces amigos….”, “Mi infancia son recuerdos…”, pero no
he asumido aún la espina dorsal de su pensamiento. Mi amiga Alejandra me
regaló, en una edición, toda su obra poética y me lo dedicó, naturalmente, con
el Caminante no hay camino. Lo leo al tuntún, disperso, sin orden; pero no me
he puesto a desmenuzar sus códigos ni a leer todos los poemas. Me da rabia.
El camino del
corazón. Por las noches, cuando antes de caer dormido dedico un tiempo a la
reflexión, es una pregunta que me invade. Por el día me aplaca la desilusión de
la monotonía laboral, el sentirse desaprovechado a pesar del entusiasmo
prisionero de las circunstancias. Me vendría debajo de no ser porque a medida
que va evolucionando mi interior (¡gracias psicoanalistas del mundo!) voy
reventando las capas que me lo impiden. Aunque a ciertas horas me atenaza, esa
verdad me libera.
Éste y otros
blogs. Últimamente no hago visitas a mis blogs amigos con los que tanto
disfruto. No lo sé. De éste me planteo su función. En realidad lo utilizo para
escribir de un modo que no escribo para mis diarios, mis papeles sueltos. Me
da ritmo y disfruto jugando a decir cosas, algunas de ellas estupideces, otras
de ellas me sirven de pescozón cuando vuelvo a ellas pasado el tiempo.
Y el otoño. Se
acerca con muy poco ruido, con el calor aún campante. En mi reciente viaje a
Nepal, aprendí ciertas pautas de la filosofía budista, entre ellas una de las
causas del sufrimiento: el deseo. Peco en ello, por eso ya hace tiempo me puse
manos a la obra para alcanzar la cátedra en la felicidad. El otoño, de verdad,
me lo recuerda. Período reflexivo, bullicio interior, introspección. Al
contrario que Ronaldo, al menos un sabe dónde tiene que buscar sus fuentes.
2 comentarios:
Esperanzador ese entusiasmo que ya se viste de otoño ¿lo intuyes prisionero? Ya verás cuando se bañe con las primeras lluvias. Ten salud.
Me pasa bastante parecido, Diego, con respecto a ciertas dudas al momento de decidir sentarme o mover el culo, estar o no estar en Blogger. También hay días en los que la inspiración y el entusiasmo de antes parecen haber desaparecido. Inclusive el sentido.
Aquí lo puedo adjudicar a la primavera, que infecta con su luminosidad, con las ganas que da de saltar por la ventana y dejar de mirar hacia adentro y pensar tanto siempre la vida en lugar de jugarla de acuerdo a cómo viene la pelota cada vez y ya.
La receta de la felicidad budista suena muy tentadora, pero se me hace más difícil de alcanzar que la cima del Everest...
Espero que Emerson no te defraude.
Me llevo lo de Machado: “Sabe esperar, aguarda que la marea fluya…”
Un beso!
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