A ti que te has colado
en el coto privado de mi vida.
Me dijo que un
beso era la expresión máxima de la decadencia, que sonaba como a despedida, y
que lo que realmente se llevaba era lo de entrelazar los dedos. Pero a mí
eso no me gustaba. En cierta ocasión me escondí la mano izquierda en el
bolsillo como para rebuscar unas monedas, y trabó su brazo en el círculo
que trazó mi voluntario despiste. Aquello me gustó.
Otros gestos fui
inventando más a lo ancho que a lo largo del tiempo, y otros símbolos pasaron
por encima de los dedos y los morros. Aquel disimulo de hurgar en el bolsillo
ya fue tan recurrente que los dos aros formados por los dos brazos se hicieron demasiado obvios, por lo que me tiraba las horas, los días, pensando en nuevas
maneras de disimulo.
Hoy me desperté
con los párpados pegados al pasado. Traté de despejarme los recuerdos de la
noche anterior, que todo eso dio los últimos coletazos. Después de un sueño
tierno, el día se hace plomizo, cuesta levantar los talones de la acera, cuesta
caminar erguido. Los primeros síntomas ya los intuía de atrás, y la
prolongación se extiende hasta este momento.
Concebir lo que
se fragua en las noches como una losa a veces es inevitable. En gran medida,
vivo del subconsciente. También de los gestos que me inventé en el pasado, de
los recelos que luego no lo fueron tanto, de otros modos de estar unido, de una
relación a veces torpe, a veces mística conmigo mismo…
Al pisar las
calles de Madrid (adiós, Lavapiés, adiós) sentí la crudeza de la
deshumanización. En el bolsillo, oda al adiós, Travesía de Madrid. Quería
despedirme del asfalto y de sus letras con la prosa urdida en la clandestinidad
de las madrugadas valiéndose de las brumas de humo: difícil ahora separar su
realidad de mi ficción, sus aventuras de juventud con las mías de
posadolescencia en una ciudad, ésta, que amagué con amar, la troté, y cuando
metí mi mano a buscar monedas existentes se colgó con disimulo de mi antebrazo
aprovechando mi despiste voluntario.
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