25/3/13

No hacer nada

Se considera pasivo a un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo, 
sin otra finalidad o propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad con
 el mundo, porque no hace nada. En realidad, esa actitud de concentrada
 meditación es la actividad más elevada. 

Erich Fromm, en El arte de amar


Me gustan los días en que mi única obligación es no hacer nada. Son días profundamente atractivos –además de productivos-, y mi marchita conciencia cristiana se da un baño de satisfacción. Tirarme en el sofá y saber que estoy renunciando a cualquier cosa que ahí afuera suceda, me tranquiliza. No hago nada y, por lo tanto, no estoy perdiendo el tiempo.

En los lugares donde la vida social es muy agitada, no hacer nada es el arma más conveniente. Cuando sé que en una fiesta el alcohol y las conversaciones se extienden entre sonrisas, sonrío sabiendo que no hago nada. Cuestión de obligaciones, me digo.

No hacer nada significa no usar reloj, comer cuando se tiene hambre y salir a hacer ejercicio cuando el cuerpo lo pide, aunque por el camino uno se cruce con gentes tambaleándose por las aceras, chicas que solicitan compañía y cazadores de clientes para cualquier causa.

Lo bueno de no hacer, además, es resultado de haber hecho mucho. Quiero decir: que la vida son etapas y en esta me gusta no hacer nada como resultado de en otro tiempo haber hecho mucho. Nada y mucho entiéndanse como conceptos relativos. Y haber hecho mucho, para mí, desde la perspectiva del tiempo, era no hacer nada. Los papeles se han invertido.

Yo hacía mucho, quiero decir, hacía nada. Apenas paraba en casa y cuando no estaba subiendo un puerto en bicicleta estaba mojando los labios en cerveza negra. Extendía cada rito de la costumbre más del tiempo del necesario. Mucha actividad, esto es, no hacía nada.

Ahora empiezo a hacer cosas y puede haber quien piense que no hago nada porque cuando el vino rueda y la noche cae, me recluyo en el hueco del sofá a hacer nada. ¡Qué placer el de saber que nadie me va a levantar de ahí más que el suelo, que no tengo planes porque he decidido no ponerle muros al horizonte! Igual que me gusta no hacer nada, sé que es implemente una reacción al tiempo perdido en que hacía mucho. Ahora no podría trabajar más del pequeño puñado de horas que lo hago, porque sería hacer mucho y yo me he propuesto no hacer nada.  Además, no haciendo nada tengo grandes resultados: me estoy sacando otra carrera, llevo un diario, encuentro paz en mi y me entretengo tejiendo sonetos y cantando cuando nadie me escucha.

Todo esto es muy extremista, porque los días que hago mucho los suelo combinar con hacer menos, y como uno vive en sociedad, no consigue estar todos los días sin hacer nada todo el tiempo y no siempre le apetece renunciar a compartir la vida. Necesito el vacío de obligaciones para estar solo. Uno no elige su naturaleza, pero sí escoge si quiere serla leal. Desde que no hago nada las cosas me suelen ir mejor. Además, como esto significa acudir solo a donde uno quiere acudir sin necesidad de poner ninguna mejilla, uno sabe bien quien le comprende. Le refuerzan.

 Entenderéis por qué el arte de no hacer nada es el mismísimo arte, en el caso mío, de simplemente vivir con el oído pegado a mis profunidades.

1 comentario:

Canelita dijo...

Totalmente de acuerdo, Diego. Y añado: no hacer nada en soledad aumenta infinitamente las posibilidades (y la satisfacción). Un beso y sigue disfrutando.