12/8/14

Prohibido (no) llevar pistola

En Alaska no recordé aquella anécdota que contaba Steinbeck: que después de recorrerse Estados Unidos a lomos de Rocinante acabó perdiéndose al lado de casa, ya de regreso. Y es extraño que no me viniera a la cabeza porque sí lo hace otras muchas veces, especialmente cuando salgo a no muchos kilómetros a la redonda de mi casa.

En Anchorage, el día que salí en busca de los pertrechos para mi travesía, me enredé en los senderos del bosque. Entonces eché mano de la brújula, que aquel día llevaba en el bolsillo más para ver la temperatura que marcaba el termómetro que para orientarme: eso, pensé, lo dejaría para más adelante.

Pero acabé usándola para desentrañar mi orientación. No volví a sacarla en todo el viaje, y en lugar de este instrumento, pasaron a un lugar prioritario el cuarto de kilo de spray de pimienta y el puñal: el primero en el cuadro de la bici en lugares relajados y casi en los dientes en carreteras estrechas; el segundo justo detrás del sillín, en un lugar donde me resultara fácil sacarla ante un potencial ataque de lobos. Una y otra vez probaba que mi brazo sacara con rapidez aquella hoja de metal a quien, en mis delirios, había consagrado mi integridad. Y es que en Fairbanks, me contaron una anécdota inquietante. 

Al cabo de cinco semanas y mil millas no hubo osos más que en la distancia, ni lobos más que en los relatos de Jack London. No me perdí; del hambre que a veces pasaba me vengaba uno o dos días después. Sí chupé frío, pero también calor y a la piel se me adhirió una mezcla de polvo y sudor que disolví en los ríos. 


Ahora, cuando bajo a tierra lo que ocurrió allí y seguirá ocurriendo en otros sitios -aún bombea Cuba en mi interior y el horizonte tiene forma de América-, me abaten ciertas dudas que me he generado la vuelta, cuando me documento sobre ciertas cosas. 

Por ejemplo, leo que en Talkeetna, donde los pilotos de avioneta se reúnen en el Fairview Inn y se van a casa arrastrando a las dos de la mañana con la luz empapándolo todo, gobierna un gato. A mí no me extraña que sea así, más habiendo pasado unos días entre pilotos a los que trataba de sacar anécdotas “peligrosas” y se resistían para no manchar su reputación. Pero en ese bar, con unas cervezas ya puestas, la lengua echa a andar. 

Tampoco me extraña, pues después de compartir un pedacito de noche -de día, claro- en Tok con unos tipos de Minnesota, le preguntamos al camarero por qué en aquel lugar lúgubre la gente fumaba. ¿Está permitido fumar en los bares en el estado de Alaska? Claro que no, nos dijo, pero como aquí no hay alcalde… 

Ah, vale. 

Unos días después, ya en mitad de la carretera que conduce al Yukon, pasé unos días en Chicken, donde hice migas con un profesor de la zona que pasaba allí los veranos y se movía en avioneta. Le pregunté quién gobernaba en este pueblo donde sólo cinco personas habitan en el duro invierno y cuya ciudad más cercana (sin alcalde) está a 150 kilómetros. Y me respondió que “el estado de Alaska”, que es como apelar a Dios. 

Cada vez que un americano me preguntaba si no tenía miedo al acampar en los bosques sin un revolver en un costado, comprendía el espíritu de un pueblo rudo y amable donde probablemente exista el mayor índice de barbas del mundo. En casa de Gerald Riley, el ganador de la Iditarod Race de 1976, le pregunté si no tenía miedo a recorrer más de 700 kilómetros en el invierno boreal, ante el acecho de lobos el extremo frío y en una soledad que aprieta. Me miró, abrió la mano, levantó el pulgar a la vez que estiraba el dedo índice y rugió: “¡Bang, Bang!”

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