21/6/17

El pintor que abrió un museo por su divorcio

A Pedro Díaz Obregón la pintura —asegura— le ha evitado «hacer muchas tonterías», aunque no un divorcio traumático. Todo empezó ahí: se dolió tanto que de tanta sangre su pintura merodeó en lienzos que cubren ahora cinco salas del Museo Pobre del Pintor. «La pintura», dice «me absorbió».

Díaz Obregón no oculta aquel desgarro que aún colea, como intacto. No hay párrafo que no vaya acompañado de la coletilla «mi exmujer», ni dardo que no vaya contra su exmujer, pero al fin, aflojando, dice que no tiene una cruzada contra —de nuevo— su exmujer, sino contra el sistema judicial: 

—Me siento discriminado no como hombre, sino como bueno. 

Del divorcio hace ya muchos años —«pon el año 90»—; muchos más de la pintura —años 40—, pero el Museo Pobre del Pintor, a la sombra del monasterio franciscano en Soto Iruz, Cantabria, no tiene más de 15 años. 

Díaz Obregón tiene 79 años y unos ojos azules como el río Pas, que apenas balbucea en esta primavera seca a su paso por el pueblo, y unos ágiles dedos que han hibernado en los últimos meses. No le gusta pintar con frío, aunque para él lo más gélido es su historia. «Yo era el ser más despreciable de la humanidad», dice con una mueca. El episodio le costó la relación con sus tres hijos, que va retomando como a pequeños sorbos con uno de ellos, el varón.

—¿Sí?

—Después de 25 años y gracias a mi nuera. Las mujeres son más incisivas.

El divorció le llevó por delante, durante 25 años, el contacto con ellos, pero ahora se concede una tregua burlona porque «los tres chavales», dice, «estudiaron arte: ninguno costura, como mi ex».

La casa donde vive, pinta, maldice y expone la compró en 1982 cuando intuyó que tenía que tener un vientre de ballena donde recrear su mundo, hacer lo que le viniera en gana; ir, venir, salir, volver —o no—, entrar y dejar entrar. 

—Aquí no viene nadie: no sé si lo he pasado putas o canutas.

Dice Díaz Obregón, que más tarde contará que sí viene mucha gente (esta mañana tres coches llenos de una misma familia), cada día o tres caminantes que llegan desde un balneario cercano, otros a quienes les llega en un soplo que un pintor se pelea contra sí mismo en un museo que alguna vez fue una cuadra. 

Así ha llegado a media tarde un matrimonio de pensión anémica y ganas de apretar el gatillo, de desear tiempos de más orden, menos inmigrantes, más seguridad. Díaz Obregón, apretando los labios, es amable: deja que ambos se extiendan y magreen la realidad a su antojo. Entonces resuelve el discurso de ambos con un simpático «hombre, yo no creo que sea así». El matrimonio, afable, de esos que se han quemado las pestañas trabajando, dice que volverá al museo otro día. Díaz Obregón, defensor de causas perdidas, les responde:

—Pero yo volveré a hablar de lo mío.

Pedro Díaz Obregón. Foto: Guillermo Ezquerra

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