8/5/19

El sueño final del oro negro

Entre las leves ondulaciones del páramo de La Lora aún se asoman los catorce balancines cobrizos. La maquinaria aparece intacta, como si en cualquier momento fuera a volver a la vida, a mecerse, a extraer el petróleo del vientre de la tierra. Este paréntesis, dicen en Sargentes de la Lora, es eterno.

Durante medio siglo, al aullido del viento, que en esta llanura a 1 100 metros de altura no encuentra barreras naturales, le ha acompañado el interminable chirrido de los caballitos. Hasta que hace dos años las operaciones de los únicos pozos de petróleo de la península ibérica se congelaron, como el viento que rasga las pieles, la vegetación y las banderas. «Las tenemos que cambiar cada dos años», dice Carlos Gallo, el alcalde de un municipio expuesto al aire gélido. «A este paso», bromea, «las vamos a hacer de chapa».

La Lora es una extensa meseta al norte de la provincia de Burgos, limítrofe con Cantabria, atravesada por el río Rudrón, afluente del Ebro; una alfombra de hierba y piedras cuyos costados están bordados de hayas y robles, y apenas habitada por 115 personas en los ocho pueblos —dos abandonados— del municipio. La explotación del campo petrolífero de Ayoluengo, que fue concedida en 1967 a tres empresas —Campsa, Calspain y Texaco—, abarcaba 10 619 hectáreas, pero los 53 pozos que se llegaron a abrir están diseminados en apenas 30 hectáreas. De alguno de ellos no se llegó a sorber ni siquiera un litro y la última prospección fue en 1990, cuando la extracción de petróleo comenzó a ser anecdótica —apenas 25 000 toneladas anuales—. Los empleados se preguntaban cómo se pagarían sus salarios. Tras los cincuenta años de concesión, la empresa cerró.

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Balancín en Sargentes de La Lora.

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