"... que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad..."
Preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (4/7/1776).
(Una ironía del destino).
Una sacudida eléctrica, como si de un cable de alta tensión uno se colgara, recorre el cuerpo de quien acude al Museo de recuerdos de la guerra de Saigón. Los escarnios de los americanos se asoman a este rincón de Vietnam para remover el compromiso un poco más. Tiene este museo la capacidad y la virtud de suministrar la conciencia que este mundo, y cada vez con mayor locura, pierde por cada costado. La guerra que mató a tres millones de vietnamitas, gran parte de ellos civiles, se deja entrever en los textos, en las fotografías de los prisioneros, en los amasijos de carne que provocaron las bombas, en los cuerpos chamuscados y demás paisajes de un conflicto.
Es difícil entender cómo la potencia primera del mundo, que ya en el siglo XVIII hablaba de libertad, de igualdad y demás patrañas, sigue cometiendo tantos abusos, sigue pisando tantos derechos y sigue ahí en pie, orgullosa y todavía haciéndose la víctima. Si Lincoln levantara la cabeza… Si Luther King resucitara y viera los extrarradios de Chicago, dónde trabajan hoy los negros. Si se paseara por las cárceles americanas y viera el porcentaje de cabezas de turco.
Lo peor de todo es que queda esa clase vomitiva del planeta, fascista en el sentido más puro de la palabra (en España creo recordar que hay alguno vivito y coleando dando charlas por universidades), que vende al mundo que en Iraq había armas de destrucción masiva, que se trata de buenos y malos, como si la Guerra Fría se hubiera desenterrado.
Llorar ante la historia, pensar que fue un mal sueño, que esos muertos no existieron. La realidad me araña, me remueve, me hinca sus podridos dientes para demostrarme que, aunque luchemos, no existe la justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario