16/9/10

Aventuras vietnamitas (VIII)

(...) y una voz cariñosa le susurró al oído:
'¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?'
Y él respondió:
'Lo sé; pero lo que yo siento es de verdad.'

La verdad de la mentira, de Ángel González


El cielo se ha derrumbado y por las carreteras, que ayer parecían ríos, avanzan las miles de motocletas que definen Saigón. Es lo que tiene este clima, que hoy el cielo se vacía y para mañana ya está otra vez preñado. Maldito proceso de embarazo, qué fertilidad. Y qué furia en el parto. A la ciudad más grande de Vietnam he llegado después de cuatro horas por carreteras llenas de baches y esquivando camiones, peatones, bicicletas y demás integrantes del paisaje local. Cuando estuve a punto de estamparme con la noche, me bajé en la estación de autobuses, lejos de donde pretendía venir a dormir.

Me decido por venir en mototaxi, más barato y más rápido, que culebrea como una vívora y se come los tráficos, los mogollones y los minutos. Uno debe perderle el miedo a la moto, aunque quien la maneje sea un enclenque que lo remueva hasta el más leve soplo de brisa. Anteayer, en el autobús que me llevó a Can Tho, me topé con otro mochilero, que me sugirió compartir taxi al centro de la ciudad. Le dije que mejor íbamos en moto. Además de ser más rápido, es obligatorio vivir de primera mano esta magnífica locura, de sentir la habilidad de unos conductores que llegan a un cruce, embisten la nube, la maraña, el enjambre, el nudo de moteros, y salen de allí airososos y sin parar. Como si de Moisés se tratara en pleno éxodo, el mar de personas se abre, deja un pasillo minúsculo. Pero lo increíblemente enigmático es que cada persona abre su mar a la vez. En España morirían a razón de decenas por minuto. Aquí aún no he visto ni un roce.

El tipo acepta y negociamos precio con las mototaxis. Me despide, acojonado y agarrado casi arrancándo un apéndice de la moto, con un "good luck". Le correspondo. Aquello ocurrió en esa ciudad del delta del Mekong. Ayer fue en esta megalópolis de más de seis millones de almas y cuyas arterias se estancan ante la invasión de miles de bichos de dos ruedas. El tipo que me llevaba a punto estuvo de perderme: se metía por las aceras, zigzagueaba con habilidad de reptil. Yo llevaba la mochila a la espalda mientras él fabricaba el espacio.

El conductor se desprende de mí en Pham Ngu Lao y me dirijo al lugar donde previamente Mari Cruz y Quique, ya en España, me habían recomendado. Me ofrecen un amable café, que aunque está un poco encharcado, lo ventilo rápidamente. Me enseñan una habitación y cerramos precio. Salgo a tomar algo con un inglés con quien trabé conversación entre rollitos de primavera y sopa con noodles. Conocemos, por el camino, a un belga que se hospeda en este mismo lugar. Tras tres horas en el Bufalo bar, me devuelvo a mi habitación mientras ellos se van a otro sitio. Esta noche hemos quedado para salir.

Con el cielo ya renovado pero las carreteras inundadas por la impresionante tromba de agua que ha caído, camino por la mitad de la calle, entre dos aguas, esgrimiéndo una sonrisa un tanto pícara sin más razón que la de la situación. Poco después subo los seis pisos que llevan a mi habitación y abro el libro que había cogido abajo, en la recepción, en el depósito de intercambio que los viajeros van dejando. Alba Cromm. Lo empiezo cuando escucho tímidos sonidos (espero que no sean más salamandras: mi chancla ayer aplastó a dos), y finalmente descubro que es el aparato de aire acondicionado, que gotea. Tengo ganas de escribir y no encuentro un bolígrafo, pero bajo a recepción a pedir uno. Regreso.

Cinco horas después los gallos me molestan con sus onomatopeyas y el amanecer con su luz. Me he devorado las 260 páginas del tirón de un libro que me ha encanto (el autor, Vicente Luis Mora, es director del Cervantes de Albuquerque). Pura intriga, suspense que me desconcierta. Y me hace pensar en la sociedad contemporánea de miedo y persecución, de abusos y cada día menor libertad.

Son las cinco de la mañana y me apetece volver a España.

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