Rascando el cielo nepalí

"No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió", cantaba el trovador que más ha sacudido estos cimientos. Me rondaba en la cabeza antes de caer en Katmandú, ciudad a la que ya tenía ganas de volver antes de conocerla. Y quizá sea por mi obsesión en pensar en clave de historieta lo que me atrapa en cierta manía circular de alimentar relatos que brotan no de la imaginación, sino de la realidad.

No sé lo que me queda por vivir, ni lo que podré vivir. Aunque sospecho mis gustos, no tengo la más remota idea de hacia donde irán a parar mis pies. Los impedimentos dudo que sean externos, sino que están encerrados en cada cual; yo los siento desde las calles embarradas y ligeramente empedradas de este lugar. Aquí se siente cierta libertad, como un desahogo de la jaula de Europa (no entiendo las actitudes de imitación de los orientales hacia el caduco occidente), unas ganas de tirar para arriba hasta rascar las estrellas.

Esas cosas que le acompañan a uno en un viaje son difíciles de gestionar en continuo movimiento. Cuando deshaces la mochila y lavas los calcetines con lo que queda de una pastilla de jabón, apetecería tirarse boca arriba y digerir el día, pero algo que no puede esperar te esta esperando al otro lado del reloj, de la ciudad. Y esa acumulación de frustraciones, las ganas de pegarle un bocado al pasado, se vuelve en contra hasta que se acaba el trayecto de ida. A cambio, la aventura coletea mucho más allá del regreso. 

Me está empezando a suceder: esa sensación injusta me nombra culpable. Y no se sacudirme el complejo.Es como si el espejo vomitara una mala caricatura de mí. Qué raro.