24/4/13

Sigo buscando

entre flores y sueños busqué...

Primero fue de la edad y de ello rendí cuentas en su día; después me exilié de mí como pensando que vivir en las nubes siempre sería más fértil que ser un marinero en tierra; y ahora, desde la altura de los veintitantos,trato de ajustar las deudas con el porvenir. 

Siempre la huida, aun cuando alejarse fuera la peor de las decisiones, pero en esos momentos –y en estos- era la única opción. Empiezo a pensar que soy un tipo de esos cansados, un poco a la manera de Cernuda, cuyo aliento se me va con cada zancada que le arranco a mis piernas. Empiezo a planteármelo con la seriedad que merece toda revisión biográfica.

Hace casi dos meses que sumé un año más y fue como un vértigo en el centro de mí. Me levanté fingiendo normalidad y me escurrí como de costumbre las primeras horas de la mañana hasta que alguien, sabe dios por qué, se dio por enterado, expandió la voz y tuve que brindar una sonrisa a cambio del cántico cubano “felicidad, felicidad, felicidad”. Luego no recuerdo exactamente qué sucedió, pero a ella también se le fue la voz y, en una encerrona, me esperaba un montón de gente en un salón para compartir un poco de noche.


No significa esto que no agradezca las cosas, sino que las vivo en silencio, a veces alejado, quizá desde las nubes de mi niñez. En cierto modo quiero volver a ser aquel niño que lloraba los principios de marzo desde el jardín de aquellos días soplando el flequillo en vez de las velas. Pero vivir también significa infiltrarse en otras vidas y mirar alrededor, dar las gracias con la voz y no solo con las intuiciones. Quiero ser más de aquella manera que la que corresponde a alguien con una falsa proyección profesional alejada de su vida. Siento mucha nostalgia por todo aquello. Demasiada como para vivir como si nada. 

Yo era un chico de esos que cogía higos en verano y castañas en octubre a las puertas de mi casa. Hasta hace unos meses que me mudé de mundo me arrastraba por Madrid, pero me iba a mi norte dos, tres y hasta cuatro veces por mes, como si allí diera cuerda al reloj de mi existencia. Todo ello a pesar de los amigos y Lavapiés, de las bondades de las calles peatonales y de cierta anhelada soledad que me inyectaba en mitad de cualquier día. Diez o quince años después de aquello –qué barbaridad- no puedo hacer otra cosa que maldecir, más que el paso del tiempo, el haber pensado que el horizonte no tenía fin. 

Las cosas empiezan a cambiar. Los viejos son más viejos, lo bueno menos bueno, las promesas se refugian todavía (¿de qué?)… Y a mí no me queda claro que la vida en las nubes, la de recoger melocotones en julio, se haga realidad. Cuesta aceptar las cosas, las razones, las deudas, los veranos de antes, los amigos dispersos por todo el planeta, la distancia entre esto y aquello, las espinas atravesadas –la peor de todas-, las sábanas limpias. 

Desde la lejanía el día del libro no lo he vivido literariamente. Quiero decir que ninguna novela me esperaba en la mesa de noche ni ninguna madrugada me extendía sus brazos. Tampoco me conformo con vivir en mi imaginación sin hacer reales mis pasos. Quiero confesar que he vivido, como el poeta, o como mi poeta ansío poder relinchar: “Mi vida ha sido el poema que habría escrito/ pero no podía vivirlo y pronunciarlo al mismo tiempo”. 

El incesante buscar cansa. Lo de antes no vale y lo de mañana defrauda, pero el caminante no se rinde. Muchas veces, quizá demasiadas, me he sentido muy derrotado; hasta el punto de tumbarme en la cama y pensar que una paliza hubiera sido una caricia compara con esta fiebre de hallar mi oro. Pero antes venía la madrugada y subía por la escalera de la imaginación. Ahora, cuando la amenaza descarga su verdad sobre mí, cuesta pensar a qué agarrarme. Supongo que siga adelante confiando en una justificación –mientras tanto, paréntesis, en proceso- que me empieza a resultar cansina. Demasiado repetida como para tolerarla junto a mí. 

No lo sé. Hoy, y ayer, y mañana, son días raros. Como si la vida se me hubiera deshinchado delante de mis ojos y nada pudiera hacer más que volverme a las nubes donde tanto tiempo pasé. Inevitablemente, el día a día lo brego con una rutina laboral imperdonable a estas edades. A pesar del sol, del ron, del malecón. A pesar de todo, del olor exótico de una primavera interminable, las horas se me escapan entre sonrisas ajenas y preocupaciones, también ajenas, salariales. 

Este grito es solo una purga de un día de finales de abril con algo de música sonando de fondo y un par de secretos que mascar. Nada nuevo bajo el sol. Nada nuevo que no haya sentido desde que alguna vez comprendiera ciertas cosas. Ni siquiera una venganza a mi memoria, que me lo recuerda a cada movimiento: este marinero necesita partir de una vez.

2 comentarios:

Ferragus dijo...

Es sólo la vida que te sucede, poeta. Me atrevo apostar la sonrisa de una muchacha en el malecón a que no pararás.

Anónimo dijo...

empiezo a preocuparme. la vida no es la que uno vive en su imaginación, en sus delirios, en sus momentos más optimistas, sino el día a día, con sus grises matices y algún que otro desencanto...