8/11/13

El último viaje

Volverás a mi huerto y a mi higuera 

“¡Abuelito, cuéntame un cuento!”. Recuerdo que en los últimos tiempos él me recordaba las palabras que yo le mendigaba cuando aún me costaba subir las escaleras de casa. Y él me contaba historias que inventaba mientras avanzaba por el cuento que iba transcurriendo mientras yo me adentraba en los sueños. Luego se iba y debía de dejar la puerta a medio cerrar, porque a mí me gustaba sentirme cerca de todo a pesar de que no me enterara, de que entrara una franja de luz en la habitación. 

A él le hice la promesa de dejarme de mear en la cama, y de su mano fui durante mucho tiempo al taller de cerámica a enfangarme entre ánforas con filigranas y jarrones donde hoy airean espigas de trigo. Y de tanto ver David el Gnono acabamos saludándonos con la nariz, como los esquimales y como esos diminutos seres que transmitían lo mismo que aprendí de él: bondad. 

Ayer se escurrió de este mundo, que a veces uno no entiende cómo permite ciertas cosas. Sería absurdo decir que es injusto, porque lo más justo que se le puede conceder a una persona es que se regodee en la vida durante 90 años y encima deshoje su último pétalo invadido de amor. Pero esa satisfacción no invalida la tristeza de estar lejos del último suspiro a quien le debo una buena porción de mi vida. También sería absurdo decir que era el mejor abuelo del mundo, porque es una frase tan recurrente que no significa nada y sería rebajarle a lo común, a lo normal. Y desde luego que él no era uno más.

“El tiempo cobra su tributo”, le escuché decir un millón de veces. Todo lo lleva por delante, como si un vendaval dispersara las últimas motas de polvo. Hace unos años, estando yo en este lado del océano, le escribí una carta por su cumpleaños. Sé que la guardaba como un ídolo de oro, porque me lo enseñaba y se emocionaba, y entre enciclopedias donde curioseaba los lagos de uno de sus últimos viajes (“Baical, Ladoga, Onega…”, recitaba echando mano de sus tiempos escolares) la recordábamos juntos cuando dormitábamos en el sofá, bajo la misma manta de cuadros, al empezar los documentales de la dos. 

Uno no debería de enfadarse con las pocas certezas que existen. Y puestos a aprender, el genio reside en saber leer, como el buen jugador de golf lee los vientos y las caídas del green, las aristas de la vida. Yo me enfado con el tiempo, con la distancia, con los tragos amargos de la existencia, con las espinas de las rosas. Pero ante las evidencias, ante el curso inevitable de la vida, prefiero encerrar en el pecho la satisfacción, disuelta en tristeza, de haber tenido a mi lado a una persona así.

5 comentarios:

Rocío Campos dijo...

Un texto muy bonito, Diego. Lo siento mucho.

Ferragus dijo...

Lamento vuestra pérdida, Diego. Gracias por permitir columbrar, a través de tu mirada, el talante de aquel hombre.

Miguel dijo...

Desde aquí te mando mi más sincero pésame. Y además, decirte, que la inteligencia con que has tomado este momento es digna de encomio.

Un abrazo.

V dijo...

Ni más ni menos.

A mi padre lo recuerdo cada vez que me río. Por celebrar exactamente esa satisfacción que describes y porque... ¿para qué otra cosa?

Un abrazo de los de cuello vuelto, Diego.

Nati de Grado dijo...

Gracias por compartir un escrito tan tuyo y tan tierno