El
taxista me pidió que le pagara con un billete porque no tenía cambio. La mujer
de al lado no sé de dónde venía, pero cuando me bajé en los confines de La
Habana, ella seguía sentada, con su niño, como si quisieran ir a algún lugar aún
no dibujado en el mapa. Aunque, la verdad, tampoco es tan extraño entre una
gente acostumbrada a sacarse palomas de la chistera desde tiempos que nadie
recuerda.
Quedan
muchas cosas en pie desde hace siglos, pero el castillo del Morro no habla, ni
la Cabaña, ni la Chorrera. Tampoco habla la catedral ni la Plaza de Armas,
aunque los libros de allí se desparramen a precios poco amables. La estatua de Antonio
Gades no me dijo nada al sentarme en sus rodillas, ni cuando crucé las piernas
con John Lennon. Es cierto que algo intuí en el teatro Lázaro Peña cuando Pablo
Milanés cantaba sin moverse de la silla y los mil y pico forofos se dejaban la
vida en algo que parecía más una liturgia que una oda al amor. Recorrí el
Malecón varios cientos de veces, corriendo y en coche, aunque quise empaparme
en invierno y solo llegué a recibí sinfonías dispares de guitarras, trompetas y
cristales. Por no hablar de las veces que, hirviendo del cielo al suelo, salí a correr y llegué a casa pegado a la suela de las zapatillas.
En
tantos meses da tiempo a hacer muchas cosas, a vivir en el detalle, a meterse
en lo ordinario que en Cuba es anormal. A estas alturas me pregunto por qué los
choferes de autobús acostumbran a parar unas decenas de metros antes o después
de la parada, que es donde espera todo el mundo. Aunque un día lo intuí cuando pisaba
el acelerador en la autovía central y el conductor de un camión destartalado se
aferraba a su volante a velocidades inusuales cuando yo quería adelantarlo. Aún
recuerdo cómo se desternillaba. El cabrón.
En
esta isla se ríen con el estómago, echándolo todo. Por eso viven el presente,
aunque tal vez sea porque han aprendido que el mañana puede ser menos dichoso.
Lo envidio. Las carcajadas en el trabajo me alegraban la mañana como el pájaro
que se posa en las ramas del nogal que ahora soporta mis mañanas, las tristes y
las alegres, las oscuras y las claras. Qué lección.
Aprendí
eso y mucho más, aunque las viejas que mascan un puro de mentiras en la calle
Obispo seguían pidiéndome el dólar que sisan a los turistas por hacerse una
foto con ellas; y el tullido que meneaba la cacerola con céntimos, el viejo al
que le asomaban nada más que cenizas por la boca vendiendo el Granma cada mañana y los taxistas que
cobran 20 veces más que lo debido y demás paisanaje del Habana Vieja no se
enteraron de que mis paseos poco tenían de comerciales.
A
veces, cuando llegaba a casa, me tocaba subir al piso 14 andando porque el
ascensor se había estropeado, porque la luz se había ido o porque se entretenía
en otras plantas sin atender a las órdenes de mis dedos (y de mi ánimo). No me
importaba subir a pata, porque sabía el escenario en el que movía, la ciudad en
la que vivía, el contexto del país. Y eso aliviaba los sudores en la camiseta y
en los dedos de los pies. ¡Nada se libra en Cuba del calor! Ni de los bichos,
ni del ron, las diarreas y los besos. ¿A quién no le han besado en La Habana?
De
tanto vivir, y de tanto comer, acabé en un hospital con un gotero surtiéndome de
ánimo. En un mes fui al hospital más que en el resto de mi vida. Me peleé con un
parásito y con el seguro, se me hincharon la cara y las manos; me atiborré a
pastillas y así supe a qué sabía una incomodidad a largo plazo. Qué cosas.
No
fui mucho al teatro, ni al cine, pero sí lo suficiente como para hacerme ciertas ideas. También leí, con los ojos y con
los pies, en el oriente y en el occidente. Me tosté al sol ligeramente, me
empapé en peleas de gallos y en sofocantes viajes en camiones con hombres
discutiendo porque se metían el paraguas por los ojos. Escribí un diario que
acabó antes de acabar mi estancia, hice buenos amigos aunque no me prodigué en
exceso, continué con mis estudios de sociología y me fui a examinar a México,
escribí varias cosas, me vino a ver gente querida y en alguna ocasión eché a
volar la imaginación cuando conseguí publicar ciertas cosas y soñé en que fuera
así siempre. Comí mucho de lo mismo, incluidas frutas gloriosas Viví, aprendí,
descarté, reincidí, viajé, morí, caminé. Y resucité.
4 comentarios:
Me has tenido de polizón, toda vuestra travesía. Tu mirada honesta me obliga a replantear una Habana que está más allá de los prejuicios literarios. Un saludo.
Una crónica un tanto ácida, pero muy interesante.
Un abrazo.
Ferragus, confío en que te hayan interesado ciertos temas; Cuba es un país para sumergirse en él y comprenderlo, aunque no sé si lo he conseguido del todo.
Miguel, pienso que Cuba es una combinación de agua fría y agua caliente, de contradicciones y cosas muy enrevesadas... pero interesantísimo.
Pues yo la piso el domingo que viene. A ver qué me encuentro... Aunque voy a estar tan poco tiempo que ni voy a ver por asomo lo que tú, eso seguro. Tal vez me asome el amigo cubano que nos va a recibir. Pero será su visión y siendo una, como no podría ser de otra forma, seguro sesgada. Me alegro pues de haber podido leer la tuya durante un año :)
Un beso, Diego.
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