Además de
ser una ciudad de cosas inadvertidas, de alguna manera pienso que en
Nueva York cada actor desempeña su papel. Es imposible que ellos
vayan tan perfectos, que la niebla trepe tan bella entre los
edificios, que los gatos caminen por el filo de las vías de tren,
que los bomberos salgan de emergencia arrastrando al aire una
bandera, que los ejecutivos apuren hamburguesas en patios de mármol
y que los aficionados a eso que llaman jogging se pertrechen desde la
nariz hasta los pies como si fueran a correr la ultramaratón de
Sakura
Michi. Los tópicos, a veces, se quedan cortos.
A Nueva
York se llega así o no se llega: con ganas de sorprenderse. Salí de
la barriga y la ciudad, elegante, seguí ahí, altiva. Esta ciudad,
dicen, es cruel con las personas: hoy estás arriba y mañana abajo;
trabajas demasiado y esas cosas. Me lo confirman quienes viven y
trabajan aquí y pagan alquileres desorbitados. Viskah, por ejemplo,
me cuenta que en Manhattan no hay término medio. “O estás
eufórico o deprimido”, me explica.
Esta es mi
tercera visita a una de la que no me canso de mirar: siempre se
descubre algo nuevo.
Nueva York
no defrauda aunque la vida pase como un relámpago y los cristales
huyan hacia el cielo. El capitalismo salvaje encarnado en la fata de
tiempo y en los cafés ensimismados con los teléfonos de última
generación. Y como espectador, esto es lo más parecido a un genial
zoo donde siempre alguien dice: “Qué pena los animales entre
rejas, ¿no?”
2 comentarios:
¿Invivible pero insustituible a lo bestia?
Buena, buenísima foto.
Algo así, Yeamon. Pienso que hay ciudades que no se paladean con una visita de algunos días; pero quizá establecerse suponga una sobredosis.
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