Me puedo acostumbrar a los atardeceres, a Nueva York, a El Quijote, a la playa del Inglés y al Vodka barato que comprábamos en las noches -gélidas- universitarias. Me puedo acostumbrar a muchas cosas: a lo bueno, a lo feo, a lo malo, a lo excepcional. Pero nunca me acabé de acostumbrar, cada vez que entraba en Concord y miraba a mano izquierda, a la erguida y orgullosa casa de Emerson.
Sé que en Madrid
camino a la sombra de la casa de Lope de Vega y de las palabras de Larra por la
calle Segovia. También recuerdo bien la casa de Cervantes en Valladolid, la de
Mandela en Soweto, la de Borges en Buenos aires o, qué se yo, la casa natal de
Fidel Castro en Birán. Y aun así, cada vez que pasaba en coche, en bici, a pie,
por la carretera que entraba a Concord me sorprendía pasar por al lado de la
casa de Ralph Waldo Emerson, conocido simplemente como Waldo.
Pero Concord -17.500
almas, primera batalla de la revolución, cuna del trascendentalismo, una
estética asombrosa, una lluvia de hojas del color del fuego- tiene algo que embriaga,
emborracha, imanta, atrapa.
North Bridge, |
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