Entre una novela que mastiqué demasiado y nunca comenté (“No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra”) y un feliz encuentro que quise comentar y se me metió el tiempo encima (“sientes la penuria cuando estás deseando otras cosas”) me planté en Lima después de un día volando los cielos de medio mundo.
Invadido de recuerdos y de recibimientos, llegué a mi familia de acogida ya de madrugada en los últimos bocados del verano. Lima, a primera vista, es otra ciudad latinoamericana a camino entre el vértigo del dinero y la pobreza aullando en las calles. Y entre esa esquizofrenia de ricos con todo y pobres con nada, la admiración a Estados Unidos.
Hay una lógica que suelo cumplir, inconscientemente, en mis tumbos por el mundo: siempre acudo -no necesariamente en este orden- a un campo de golf y a la universidad y siempre salgo a correr. Esta vez lo primero que hice fue correr alrededor de un campo de golf y ayer acabé en la Universidad Católica entrevistando al presidente de la Comisión de la Verdad del ensangrentado conflicto peruano. Lo primero por salud, lo segundo por pasión y lo tercero por obligación.
El bullicio en esta ciudad trepa por los vidrios del desaforado crecimiento de una ciudad nueva. Dicen, y supongo que dicen bien, que esto ha cambiado mucho, que Lima no es lo que era, que la gente sale de la pobreza pero que la economía empieza a aflojarse -¡fuera ya presidente!-, que esto era una fiesta y que a 4.000 dólares el metro cuadrado de apartamento ya no se vende tanto pero que aún así se siguen construyendo edificios de 27 plantas aquí y 27 allá.
A un europeo escéptico todo le suena a cuento chino, como a historia recalentada y familiar. Pero la clase media, me dicen, está contenta porque los carros son nuevos y el estallido de la fiebre gastronómica tiene a Lima en carne viva y a sus gentes todas las noches gastándose los soles en los templos del comer. Y yo en mi rinconcito comiéndome mis sándwiches (aquí se escribe sanguches) y vacunándome contra la fiebre amarilla para seguir por el Amazonas el rastro de las pirañas, que ni matan ni comen, sino que las matan y las comen. Y allí, al final de una ruta que llegaré después de días de navegación incierta -aún estoy en Lima-, iré a correr y al campo de golf en mitad de Amazonas y quizá a alguna universidad cercada por la asfixia amazónica.
Los últimos soplos de este verano marchito invitan a desoír los augurios de peligrosidad -siempre con la misma cantinela- y pisar los perfiles de una ciudad, que es como se conocen las ciudades, como se conoce el amor. Haber estado solo es necesario: en 400 noches, en 400 cuerpos, o en una sola ciudad.
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