- ¿Hay pase?
- No hay pase-, responde todo el mundo.
- ¿Ya hay pase?- preguntan los mismos que dijeron primero que no había pase.
Después de
24 horas de viaje, uno ya deja de preguntar si "hay pase" o si los
desprendimientos siguen sepultando las carreteras del norte de Perú.
Uno se acomoda, pulsa la palanquita para reclinar el asiento, y
asiente: ya pueden los acantilados seguir bombardeando la carretera
que yo me tumbo, salgo a dar un paseo por la carretera con cinco
centímetros de barro, regreso, hablo con un lugareño y le doy un
par de sorbos de agua a mi cantimplora.
Pero cuando
siguen cayendo, inclementes, las horas; cuando a un rato de espera
le sucede otro de más larga espera -30 horas, 31, 32, 33...- y el
silencio sigue ahí y la noche empieza a echar el cerrojo, entonces
quemas el resto de paciencia y maldices todo y te maldices a ti. En
buena hora me vine por tierra, te susurras.
Pero
finalmente, esquivando las piedras y las horas llegué a la pequeña
y poco amable población de Pedro Ruiz. Llovía y llevaba un día a
base de agua y sueño, así que comí algo de arroz y me metí en una
furgoneta que, atravesando una carretera igualmente descuajeringada,
me trajo hasta Chapapoyas. Aquí encontré sábanas limpias y un
lugar donde encajar la cabeza.
Estoy a las
puertas de la selva amazónica de Perú, a los pies de esa cadena
orgullosa que se desparrama por toda Sudamérica hasta los confines
del sur llamada Andes. Mi plan no es otro que navegar el río
Marañón hasta alcanzar la en su día próspera -y hoy decadente-
Iquitos, una ciudad que creció gracias el comercio del caucho encajada en el Amazonas.
Cuando en
Lima me decían que por qué no llegaba en avión hasta alguna ciudad
cercana para embarcar rumbo a Iquitos y al río Amazonas, el amigo
que me acoge, siempre saltaba: "¡él es periodista y quiere llegar por
tierra!". Lo de periodista, creo, es circunstancial: no se me va la
vida en ello. Únicamente que aprovecho mi ocupación actual para
enterarme de alguna que otra cosa. De lo que sí es cierto es que
viajar por tierra es lo más parecido a conocer las tripas del mundo,
sufriendo los pinchazos del mundo, las malas comidas -o buenas- de
ese mundo. Lo contrario sería algo enlatado y falso.
Diluvia en
la región del Amazonas.
- No hay
pase-, me vuelven a decir en una tienda de comida. Y me lo prometen
convencidas las señoras que airean tal seguridad que me hace creerlo.
Pero por no querer quedarme varado, pregunto por allá. Claro que hay
pase, me dicen. Y lo compruebo metido en una furgoneta con la mochila
sobre el pecho y una linterna -por si acaso- amarrada al hombro. La
carretera está deshilachada, las paredes escupen feroces piedras y
el río baja enfurecido. Pero hay pase.
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