12/10/15

Buscando a los rastafari

La cuesta, pedregosa y desigual, es pronunciada. Cuando llueve los surcos deben de parecer ríos y el camino, impracticable. Pero hoy es un día aparentemente tranquilo y sopla una brisa tórrida que viene aullando desde el mar Caribe y nos dicen que la comunidad está muy lejos. Pero tras sisarnos los pertinentes dólares en un taxi, sospechamos que aquel “muy lejos” no deben de ser más de diez minutos a pie. Algo que comprobamos de regreso, dos o tres horas más allá.

A la comunidad Bobo Ashanti, un grupo cultural del movimiento rastafari cuyo padre, Emmanuel, sigue en alma presente, se llega por un camino que atraviesa casas de lata, cabras sedientas y niños gritando. Se hacen llamar Congreso (pues el Ethiopian Internacional Congress nació en los años 50) y yo no entiendo nada. Así que, amablemente, tres sacerdotes y un profeta me dedican prédicas, respuestas y rezos mientras tomo notas aceleradamente y la curiosidad se me recalienta.

A estas alturas de la tarde, cuando el calor ya exprimido toda la lucidez -o la que exista- de mí, no tengo la capacidad de rebuscar el hilo conductor de esta historia. Basta dar alguna pista de esta comunidad: se dicen los más auténticos y puros -Emmanuel vivió aquí y sus huesos andan bajo esta tierra-; hablan en nombre de todos los negros desperdigados por la Tierra; la Biblia es su razón de ser y no hay diez minutos de conversación donde no se cuele una referencia -no son religión, insisten, si no filosofía de vida: y yo me acabo de perder-; su objetivo principal es el regreso a la Tierra Prometida, África, y ellos se encuentran en el Egipto de Moisés -Occidente: “que nos esclaviza”, explican; ah, y su territorio, un campamento en la montaña, fue reconocido por Etiopía -el origen- como propio.

Jamaica constituyó uno de los puertos de esclavos más siniestro de las Antillas. Y ese eco que se alza en la historia aún retumba en esta pequeña isla de apenas medio siglo de independencia. A los pobladores africanos los arrancaron de sus tierras. Siguiendo la premisa todopoderosa del precursor del movimiento, Marcus Garvey, “África para los africanos”, dicen los Bobo Ashanti, cuya configuración religiosa a mí me parece un trabalenguas. Como todas, supongo.

Después hablo con otro chico en cuyas venas corre la justicia. O eso es lo que dice: por eso dejó su vida en Colombia y se vino a vivir a Bobo Hill, la montaña donde habitan más de 100 personas y ahora, entre el clásico aroma a marihuana y la llamada a la lectura de salmos de las doce del mediodía, busca la verdad.

Repudia el exterior y estoy de acuerdo en algunas de sus opiniones. Pero mi juicio me lo guardo porque -además- mi existencia se va quedando sin juicios. Así que únicamente asiento y escucho. Y matizo: donde él dice persona, yo le digo ser; donde él ilusión, yo personaje. Pero parece que llegamos a un acuerdo y nos entendemos porque hablamos de lo mismo y la búsqueda de la verdad, más allá de salmos y pelo largo -me lo dice él, no yo- se halla en algo que trasciende a la voluntad. A veces toca; otras no.

Pasa el tiempo, una mujer me regaña por poner el pie descalzo en el sofá y un sacerdote me enseña tres o cuatro cartas de la comunidad el ministerio pidiendo su repatriación a casa. A África. Desdén, largas, mareos: nada. Transcurre el tiempo, pero creen que es la hora de los negros: de conquistar el mundo con justicia e igualdad.

Que así sea, pienso mientras salgo por la puerta y me sugieren un último rezo de despedida. Y de todo, es la búsqueda de la verdad lo que, como uno de esos remolinos en espiral que engulle todo lo que encuentra, se queda en mi superficie. Buen punto, me digo. Y me voy por el camino de ida con un tipo tratando de rascarme la última contribución.

1 comentario:

Miguel dijo...

Muy Interesante. Las religiones, más que para pracrticarlas, están para ser entendidas.

Un abrazo