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Amanece en Nantucket. |
Cuando la novela
Moby Dick salió a la luz (1851), el periódico Nantucket
Inquirer and Mirror ya estaba allí, manchando con su tinta negra en los
muelles de madera. Muchos cazadores de ballena, una raza de hombres con heridas
en las manos y alma, no sabían leer. Pero sí luchar. Y el periódico que hoy está
en un edificio de una planta y madera de pino envejecido es uno de los testigos –al menos
simbólicos– de esa tradición.
Fui a Nantucket
ataviado con alguna lectura y, sobre todo, con el calambre que a uno le recorre
el cuerpo cuando se embarca en una aventura que ya ha vivido anteriormente en
la imaginación. A la redacción del periódico fui tres o cuatro veces a hablar
con Marianne, la editora, a la que nunca conseguí ver: de noche, por la mañana,
de día, en ayunas, con la digestión incipiente, por correo. A cambio, sí pude
entrevistar a la presidenta de la cámara de comercio, a la propietaria de una
galería de arte, a pescadores, a un distribuidor de marisco, a tenderas,
habitantes, a la investigadora de la asociación histórica. Y yo qué sé, pateé los cuatro
puntos cardinales, me pelé de frío, me bajé una botella de vino argentino y
subí las escalinatas del barco que me había traído hasta allí con la sensación de
subirme a un ballenero rumo a la isla de Nuku Hiva.
Entre el par de
reportajes que he escrito de la isla –“esto es un lugar muy remoto”, me decía
la gente de allí– siempre me ha quedado un vacío difícil de llenar. Ahora me
piden un texto de Nantucket, y me preguntan si pueden utilizar uno ya
publicado. Pero les digo que prefiero armar uno nuevo: ¿acaso tomé un avión a
Nueva York, dormí una semana en el suelo; me fui en autobús a Boston, donde me
hicieron hueco en un sofá; alquilé un coche y salí indemne del nudo
de carreteras de Boston –mapa en mano, a la vieja usanza–, paré en Providence (Rhode
Island) para mear enfrente de un supermercado hasta llegar a Newport, donde
dormí en el lugar más extraño de mi vida; subí por la costa, recé en la capilla
de New Bedford como antes lo hicieron los balleneros; rodeé todo el Cape Cod y,
ya así, fui a Hyannis, donde dejé el coche y me subí a un barco que me escupiría
unas horas más allá en Nantucket; acaso hice todo eso para, al llegar aquí,
quedarme de brazos cruzados?
Nantucket
significa “tierra lejana” en la lengua de los indios wampanoag, ya extinguidos. Y
la isla, desde la que partió el Pequod para dar caza al gran cachalote Moby
Dick, tiene 23 kilómetros de largo y apenas 4 de ancho. Como ya no tenía coche
pero sí me hice con una bicicleta y tenía dos piernas, me permití recorrerla
hasta el extremo oeste. Los demás días, los dediqué a merodear por la ciudad de
Nantucket, lugar de culto, lugar de mitos, de literatura, de aristócratas del
siglo XX, de leyendas del mar, de pescadores.
En los muelles
me regalaron un corazón tallado en piedra, el mismo día que acompañé a unos
pescadores a la lonja –eché la bicicleta encima del cargamento de ostras– y que me
comí una ensalada en la calle, pelado de frío. Una noche, recuerdo, me senté junto al faro Brad Point,
respirando un atardecer que se consumía como una vela. De regreso a la casa donde dormía, con una
oscuridad mordiendo sin piedad, me enganché la linterna en la cabeza y surqué
las calles como si fuera Jonás y Nantucket el vientre de una inmensa ballena de
la que no quería salir.
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