1/1/16

Aullar

Quería escribir que los vientos tórridos subían aullando por los valles, pero me tuve que conformar escribiendo que el viento era fuerte y que había alerta roja. Uno no sabe si la frontera se la pone uno mismo o si, acorralado por las circunstancias, deja de escribir que el viento sur le crispa los nervios y un insoportable aire le hace más difícil el día, la semana, quizá la existencia.

Eso me sucedió días atrás cuando, escribiendo información para un periódico diario, me sentía así: en lugar de pajarear, como acostumbró este cuerpo en los dos últimos años, me arrastré, como los dos anteriores. Todo se relajó con la lluvia: apagó los incendios del bosque y de mí.

Hay balanzas envenenadas y ­–comprobado– este año que desaguó, dando vueltas al revés, por el coladero de la historia, fue curioso. Quizá sea esa la meta de la existencia: curiosa. Yo aprendí –eterno, eternamente aprendiz, eternamente– que lo que pensé que era malo no lo era tanto y lo que, allá por enero, era espantoso, fue lo mejor que pudo pasar.

El otro día ella me preguntó qué regalos  deseaba estas navidades. De mi pecho salió un temblor y, aquel niño tallado por los anhelos materiales de este mundo, sintió un escalofrío. Como le contó a Yogananda su maestro,  “el deseo de cosas materiales no tiene límite; el hombre jamás está completamente satisfecho, y persigue una meta tras otra” en eso que Sri Yukteswar llamó los “falsos placeres que únicamente remedian la felicidad del alma”.

Por eso, decir que los pasados 330 días fueron malos sería insultar a una lluvia que me empezó a mojar hace un lustro –creo que la última vez que escribí “un lustro” era para hablar de un pinzamiento–, cuando estaba solo en una isla paradisíaca de un mar paradisíaco y supe que, aquellas promesas que habían sostenido para entonces todas mis promesas, eran mentira.  

De alguna manera ella ya estaba allí y en este caminar culebreado, sigue dándome razones. Las pasadas semanas el viento no aulló, ni la lluvia ahogó mi alma, ni de mi  boca expendía promesas sino que simplemente hablaba. Pero a cambio aprendí a entregarme: a las personas con las que trabajo, con las que hablo, a ella, a mí. Sí, por fin me entregué a mí, por lo que –ahora lo sé– dejar de aullar un par de meses es solo una manera de aullar con más fuerza el tercero.

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