Dicen aquí
que este año trae pocos mangos, pero los árboles están
preñadísimos. Dicen también, que hace mucho calor, pero cae la
tarde, los cangrejos salen de los escondrijos que escarban en la
arena, el viento comienza a azuzar y me cubro con manga larga: tengo
frío.
No es
Gambia un país para gente con prisa, aunque si un chófer puede
esperar una hora a que se llene el automóvil con el único hueco que
queda, no sé por qué tienen tanta prisa en el camino y apenas dejan
tiempo para subirse, acomodarse, salir con parsimonia de las
estaciones de vehículos que aquí llaman garages.
Ayer,
que me pasé más tiempo dentro de vehículos que afuera, viajé
junto gente variopinta, aunque quien más me sorprendió fue un
enfermo inconsciente que, al darme cuenta, ya iba rumbo al
hospital. Esto lo supe cuando el camión destartalado atravesó la
portilla abierta de un recinto, saltó sobre una fosa y descargó al
enfermo en la puerta del hospital. Sacaron al muchacho en volandas y
el vehículo, con igual ritmo frenético, salió por la puerta
de atrás.
Ahora,
a las espaldas de esta playa ya envuelta en la noche, solo se
escuchan las espuelas de las olas. Se oyen y se intuyen, porque la
noche es negra sin matices y la cadencia del roncar del mar parecen
los disparos de una metralleta.
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