Antes
de hundirse en el inmenso río Gambia, el sol tenía un color
exageradamente anaranjado. Eran las siete de la tarde y quedaba media
hora para que se abriese la compuerta a lo que llaman “desayuno”:
son días de Ramadán. Esperé un poco y, sentado en un rincón donde
apenas me amparaba un chorrito de luz eléctrica, comí un pescado.
Me lo sirvieron entero y, cuando noté algo extraño, caí en la
cuenta de que la oscuridad me había hecho empezar por la cabeza. Di
le vuelta al plato, me aclaré la boca y volví a comenzar.
Era
mi tercera comida del día, porque el desayuno lo había hecho doce
horas antes. En este mes santo, la barrera de la noche marca la
felicidad (y la actividad, adormecida a medida que pasan las horas
del día). Media hora antes de las siete y media, la hora en que la
fe les permite meterse al cuerpo algo desde que amanece, ya están
preparados. Y ansiosos. Y hambrientos y sedientos.
Hoy,
esa hora me pilló en el patio polvoriento de un pequeño hotel en el
pueblo de Georgetown, en las entrañas del río Gambia. Un empleado
me ofreció un café, que gustosamente acepté, como pensando que iba
a disimular un hambre que, en mi caso, no era tan escandalosa como el
suyo. Pero llegaron las siete y media -en punto- y asumieron que
desayunaría
con ellos. O sea, que cenaría.
Y
yo no sé decir que no.
Sacaron
una bandeja con un contenido color mostaza en el centro de una mesa
donde los cinco empleados iban a comer. Pero arrancaron otra media
barra de un pan como melancólico pero que aquí es el que existe, y
lo pusieron a la orilla de la bandeja: era mi bienvenida.
Esperé
a que comenzaran porque no sabía qué hacer (¿meter la palma de la
mano? ¿hacer pinza con los dedos? ¿mojar con la barra de pan?),
hasta que, imitándoles, utilicé el pan como excusa para agarrar
unos huesos que parecían de pollo pero que finalmente eran de una
cabra que había degollado uno de los chicos y había cocinado otra
de las chicas.
*
Esta
ciudad se me antoja triste, como el pan de Gambia. Quizá porque
estamos en pleno ayuno, quizá porque fue un puerto de esclavos y
aquí murieron por cientos, quizá porque hace calor, el sol
achicharra el suelo y se respira más polvo que oxígeno.
Georgetown,
o Jangjang-bureh, o isla de MacCarhy -porque tiene esos tres nombres-
fue un mercado de esclavos hasta 1807, fecha del fin del comercio de
esclavos. Para hinchar las venas de las colonias de ultramar o del
incipiente imperio estadounidense, miles de personas fueron
secuestradas, encadenadas, vendidas y embarcadas rumbo al otro lado
del mar. Muchas, muchísimas, murieron en trayectos de 100 días
donde el hambre, la enfermedad y los motines resultaban mortales.
Aquí
se conserva la llamada Casa del Esclavo,
en cuyo sótano aún se ven los grilletes. Los gemidos de los
esclavos ya no se escuchan: a cambio, sí se oye el aleteo de los
murciélagos que viven en los techos roídos.
Georgetown
está a 300 kilómetros de la capital, que he serpenteado en
interminables viajes de transporte público por una carretera que no
siempre existió: si este lugar fue un magnífico enclave en el
ombligo de este lugar del África tropical es porque se encentraba en
un río caudaloso y navegable, a pocos días de la desembocadura.
En
Gambia repiten No pasa
nada, pero
no me resulta un eslogan auténtico. Lo dicen en español, más como
un señuelo para otras cosas que como un modo de sincerarse. Porque
si hay un lugar donde sí pasan cosas, es aquí. Otra cosa es que no
lo sepamos o no queramos enterarnos, aunque a veces sea lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario