27/6/16

Enseñanza

Busco pruebas
de que algo es posible.

– Ryszard Kapuscinski


Una caricia, como el vaho de las olas en la playa de Sanyang, llegó a mi mano derecha. El reverso de sus manos era parecido a la superficie de las mías –ahora las observo desde la altura de mis ojos– donde laten venas, a veces nudos, como el tronco de los manzanos. Sus manos estaban mordidas por la pobreza, templadas por el viento tórrido que sopla en la estación seca. Eran negras, entre la pizarra y la tierra. A mí me gustaban, porque eran suaves y, además, era un niño.

Pero él prefería las mías.

Las tocaba una y otra vez, y entonces le pregunté por qué: porque son más bonitas, respondió. Le dije que a mí me gustaban las suyas, finas, apuntando al cielo, al sol. Pero me dio la mano, luego el brazo. Vino otro niño y un chico, que me dijeron que me enseñarían la minúscula población de Tendaba, al filo del Río Gambia. Fuimos los tres, primeros sorteando otros niños que les gustaba mi pelo más que el suyo, áspero, después unos charcos del camino. Fuimos al molino, que chirriaba y que sacaba un continuo cordón de agua del suelo, humilde pero constante: la única provisión de agua para una comunidad de 300 personas.

Después seguimos camino, hasta un campo donde las matas de mango se apiñaban frondosas, juntas, pero las frutas maduras estaban a las alturas, así que los niños dijeron que me sentara. Les hice caso y, minutos después, trajeron un cargamento de ellos que mi voracidad apenas abarcó: comí uno y medio, lamí la otra mitad del segundo.

De regreso –lo estoy viendo– él me abrazaba, atribuyéndome inocentemente algo por tener la piel pálida, venir de Europa, tener el pelo lacio. Hasta en el color de las uñas los niños de Gambia te ven superior, te admiran. Cuando les chocas las cinco se van corriendo a celebrarlo con sus amigos, y te vienen todos, y todos te chocan las cinco.

Cuando mi rumbo –y tiempo– tomó otros derroteros, me pidió 'dulces'. “¿Es que todo este paseo lo has hecho para que te compre un dulce?”, le dije. Él me dijo que sí, pero con una picardía ingenua, así que me llevó a la tienda. El tipo de la tienda, sabiendo que los niños siempre piden dulces a los ocasionales blancos que se dejan ver por allí, sacó tres bolsas grandes de caramelos.

Compré una de ellas y se la di, cumpliendo el que creía era su propósito: una inmensa bolsa de caramelos. Sus manos color café la abrieron, sacaron uno de ellos y me devolvieron la bolsa grande. Me habían abrazado, mis gestos les habían encendido el día, quizá el mes. Al niño que en otro poblado le compré un balón –había que verle como una peonza dando vueltas, votando el balón, compartiendo la alegría con los amigos– quizá le había encendido algún sueño. 

Y el niño que me había regalado mangos y me había paseado entre los arrozales y la hierba quemada, que me habían hecho creer que lo hacía con un interés descarado, desmentido por una sonrisa, me enseñó que la codicia no existía en los mimbres de su existencia. Eso es cosa de nosotros, de quienes ellos envidian sus manos blancas y ambiciosas.



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