19/8/16

La condena de Nueva Orleans

Natasha vivía cerca de un muro hoy remendado, como untado de luces y sombras, que protegía su casa de las improbables crecidas del canal Industrial, en Nueva Orleans. Pero aquel 29 de agosto todo lo improbable se volvió real: oyó un rugido –como de una explosión minera– y vio cómo, muy poco a poco, una masa ondulante de agua se acercaba a su casa. Minutos después se encaramó al tejado junto a su familia, esperando que la ciudad se ahogara bajo el agua y los equipos de rescate los salvaran.

El huracán Katrina destrozó Nueva Orleans y Natasha, superviviente de la catástrofe, nos recibe en su nueva casa once años, un marido y dos hijas después. Orgullosa, clama: “¡Ahora soy propietaria”! Su color de piel y un pañuelo que le trepa por la cabeza dicen mucho.

Por ejemplo, que Lower Ninth Ward, el barrio en el que sigue viviendo, era mayoritariamente de negros, obreros, propietarios de estas casitas firmes y humildes. Así que cuando el temporal borró del mapa esta parte de la ciudad, y la gente huyó, y muchos no volvieron, y otros tantos no pudieron levantar de nuevo sus casas porque no recibieron las ayudas de unos seguros que no podían pagar, lo borró para siempre. De las miles de personas que pudieron huir, 100.000 aún no han regresado. Y difícilmente lo hagan ya.

En los barrios destrozados aún se ven las ruinas. Restos de casas rodeadas de maleza, carreteras que finalizan en la nada, cimientos que quedan a modo de testimonio, de recuerdo, de cicatriz, en jardines bien segados.

Uno de las escenas más desoladoras la vivimos en un jardín. El fotógrafo paró y vimos a una pareja de viejitos descansando en el coche, una ranchera larga y alta, vieja. La máquina de cortar el césped descansaba muy cerca de ellos. El calor era agobiante. Bajamos del coche y, con los pasos tocando el suelo como caricias –suavemente, sabiendo que estaban cuidando el césped donde alguna vez estaba levantada su casa–, apenas hablaron. Los dos estaban en silencio, mirando, cuidando el césped brillante que el calor y las tormentas de Luisiana hacen brotar feroces, como pensando en esos versos de Ángel González de los que nunca han escuchado hablar:

Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.



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