Natasha vivía
cerca de un muro hoy remendado, como untado de luces y sombras, que protegía su
casa de las improbables crecidas del canal Industrial, en Nueva Orleans. Pero aquel
29 de agosto todo lo improbable se volvió real: oyó un rugido –como de una
explosión minera– y vio cómo, muy poco a poco, una masa ondulante de agua se
acercaba a su casa. Minutos después se encaramó al tejado junto a su familia,
esperando que la ciudad se ahogara bajo el agua y los equipos de rescate los
salvaran.
El huracán Katrina
destrozó Nueva Orleans y Natasha, superviviente de la catástrofe, nos recibe en
su nueva casa once años, un marido y dos hijas después. Orgullosa, clama: “¡Ahora
soy propietaria”! Su color de piel y un pañuelo que le trepa por la cabeza
dicen mucho.
Por ejemplo, que
Lower Ninth Ward, el barrio en el que sigue viviendo, era mayoritariamente de
negros, obreros, propietarios de estas casitas firmes y humildes. Así que
cuando el temporal borró del mapa esta parte de la ciudad, y la gente huyó, y
muchos no volvieron, y otros tantos no pudieron levantar de nuevo sus casas
porque no recibieron las ayudas de unos seguros que no podían pagar, lo borró
para siempre. De las miles de personas que pudieron huir, 100.000 aún no han
regresado. Y difícilmente lo hagan ya.
En los barrios
destrozados aún se ven las ruinas. Restos de casas rodeadas de maleza,
carreteras que finalizan en la nada, cimientos que quedan a modo de testimonio,
de recuerdo, de cicatriz, en jardines bien segados.
Uno de las
escenas más desoladoras la vivimos en un jardín. El fotógrafo paró y vimos a
una pareja de viejitos descansando en el coche, una ranchera larga y alta,
vieja. La máquina de cortar el césped descansaba muy cerca de ellos. El calor
era agobiante. Bajamos del coche y, con los pasos tocando el suelo como
caricias –suavemente, sabiendo que estaban cuidando el césped donde alguna vez
estaba levantada su casa–, apenas hablaron. Los dos estaban en silencio,
mirando, cuidando el césped brillante que el calor y las tormentas de Luisiana
hacen brotar feroces, como pensando en esos versos de Ángel González de los que nunca han
escuchado hablar:
Y mañana será otro día
tranquilo
un día como hoy, jueves o
martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía,
siempre.
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