28/8/16

La herencia de Emmett Till

Es mi sino verme pisoteado en el barro bajo el férreo talón del opresor. La desgracia ha quebrantado mi espíritu, antaño tan altivo.

– Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn


Hay varios episodios que resultan un retortijón para la historia, aunque sus protagonistas a menudo queden sepultadas en ella. Emmett Till había nacido el 25 de julio de 1941 en Chicago, una ciudad en la que por entonces desembocaban los sueños de aquellos músicos de papos hinchados. Llegaban en tren desde el sur, con la discriminación persiguiéndoles como una sombra. Pero Emmett, un chico donde en una de las pocas fotografías que se conservan, aparece con sombrero y una cara impoluta, hizo el camino inverso: la muerte le pilló de donde no huyó. 

Hace hoy 61 años que, jugueteando sobre la habitación que compartía en el pueblo de Money, donde vivía su primo Simeon, le dijo que antes de calzarse los zapatos se iba a poner los calcetines. Dormía en la cama junto al primo hasta que unos tipos le despertaron y lo llevaron consigo. Poco después lo mataron: tres días antes había silbado a una mujer blanca cuando fue a comprar un refresco a una tienda en Money, el lugar donde estaba pasando sus vacaciones de verano. 

El racismo, encarnado en cada célula de las instituciones del Estados Unidos de mitad de siglo, dio impunidad a sus asesinos, pero supuso el comienzo de la lucha por los derechos de los negros. Cien días después del asesinato, Rosa Parks se negó a ceder el asiento del autobús en Montgomery, Alabama, a un blanco. Eran tiempos de segregación oficial. Poco después, expresó: “Cuando hice aquello, tenía a Emmett Till en la mente”.


Llegué a casa de Simeon Wright muy expectante. Vive en un barrio de casitas limpias y jardines perfectos a las afueras de Chicago, donde me recibió su mujer: amable, divertida, generosa. Me vio sudando –el verano en el aura del lago Michigan es espantoso– y quiso hincharme a agua, y de alguna manera lo consiguió, hasta que Simeon bajó por las escaleras de madera de casa, se sentó en un butacón en el que no dejó de menearse, y comenzó a contarme los recuerdos de aquel verano lejano. Emmett era bueno y divertido, decía; Emmett era juguetón, bromista, ingenuo. Emmett se divertía en la casa de sus primos de Money, un pueblo del delta del Misisipi al que, un par de semanas después, fui a comprobar cómo era. 

Llegar hasta allí –lo tengo apuntado en el cuaderno– no es fácil. Se hace por carreteras que podrían estar descatalogadas, pero ni siquiera. Son caminos estrechos, casi capilares imperceptibles en el mapa, que se desgajan de carreteras ya de por sí secundarias. Y allí, siguiendo vericuetos en días húmedos y campos de algodón, soja, arroz, maizales, llegué al lugar donde la historia comenzó a arder. No había casas, ni gente, ni nada. Estaba en Money –lo decían los mapas, los satélites– y lo negaba la lógica: ¿Aquí, en la nada, se armó el revuelo?

De repente, un tractor moribundo: me encaramé y le pregunté al tipo dónde estaba la Bryant Grocery Store, la tienda donde Emmett compró dulces, silbó a la mujer y firmó su sentencia de muerte. “Allí atrás”, señaló, por donde habíamos entrado. Un edificio minúsculo, restaurado, olvidado, vacío, triste, blanco, solitario, olvidado, ajeno, imperceptible, anónimo. 

En qué lugares comienza la historia.

Simeon Wright posa con una foto de Emmett Till

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