Tenía
buenas maneras, como la mar en calma. Unos modales de quien se dice
esculpido por una cultura media, o alta. La aparente paz del volcán
apagado -esto es Guatemala-; pero tras un rato con él, un taxista
blanco, comprobé que el vientre de esa montaña hervía.
Sin perder
la compostura.
Primero
empezó a dar sus opiniones, sin que se las hubiera pedido, en el viaje de ida, al
tiempo que atendía amablemente por teléfono a una clienta cuyo
marido esperaba al taxi. Pero nos habíamos perdido en esta ciudad
alborotada en hora punta y a todas horas, así que sus nobles maneras le llevaron a disculparse con esos modos exageradamente lustrosos. Los mantuvo también a la vuelta, aunque comenzaron a delatarle los humos.
Primero
empezó a criticar a la izquierda, “porque nunca deja hacer nada”;
después, sin que yo abriera la boca, afirmó que en este país no
había existido genocidio, quizá tratando de romper alguna opinión
que yo trajera de casa. Como ya había arrancado, había tráfico y
tiempo de espera, empezó a encadenar opiniones. “El indio es muy
necio”, comenzó diciendo, “y el indio educado es aún más
peligroso que el ignorante”.
Me habla de
progreso, de vivir mejor, de lo fácil que es inundar una zona para
montar una presa y armar las casitas en otro sitio, así, como si se
arranca un roble milenario de la tierra y se transplantara en otro
sitio. Y mantuviera la salud. Seguí sin hablar, quizá sí asintiendo, mirando por la ventana
sorprendido por la dulzura con la que decía que democracia sí pero
que se pasan con lo de los derechos humanos. “Es que ya no hay pena
de muerte”, se lamenta. “Ya sabes... los derechos humanos...”.
Él no pierde la sonrisa y la amabilidad, incluso la honradez en nuestro
trato -se pierde y me cobra menos, y me espera, y en la vuelta me
cobra menos-; él echa de menos los tiempos de las dictaduras -“había
paz, me lo decían mis abuelos, al ladrón que huía lo disparaban”-
aunque no niega la democracia. Pero sí se encabrita con la corrupción.
Por la
tarde consulto qué perfil de habitante es este, y me dicen que es
muy común. Pero entre la montaña de opiniones, lo que más me sigue
llamando la atención son sus modos. Su amabilidad, su
disponibilidad -“para servirle”, repite-, su dulzura quizá
contenida, toda una estructura coherente que esconde un discurso
inhumano, xenófobo, fascista.
Sucede
muchas veces, como la botella de champán cuyo corcho encierra
durante meses toda la furia que las burbujas le hacen volar en un
segundo. Así con las personas, ahogadas en condicionamientos y
creencias que, a lo largo de los años, han ido acumulando -por
experiencias, por educación, por heridas-.
Es fácil
identificarse con las bondades que promete la sociedad. En una línea
que divide lo “bueno” de lo “malo”, rara vez escucharemos que
alguien levante la mano cuando se le acusa de aquellos atributos cuya
etiqueta ética o social es negativa: siempre son los demás quienes
cargan esos fardos. Y sin embargo nunca podremos vaciarnos de ello
hasta que asumamos que por las venas nos corre todo aquello que
odiamos (por eso mismo).
Digo esto
porque estoy por primera vez en un país herido, tristón y
apasionante, colorido en sus ropas y en su vida, al cual vengo sin
demasiada información. Estas semanas trataré de escuchar los
latidos que esconde esta piel con arrugas, que es la
violencia: la evidente y la disimulada, como la de nuestro amabilísimo taxista.
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