2/4/18

Todo a una

El poeta, al sentir,
descubre todo lo que no le han enseñado.

–Gloria Fuertes 


En estas calles que se cuecen, que me cuecen, camino sin mirar atrás. Dicen que el destino está lejos, lejísimos, pero voy andando por el filo del fiero mediodía bajo parpadeos de cuarenta grados y quedo indemne, apenas un chorro de sudor bajo la piel. No me inmuto aunque por el camino –obras, persianas echadas, niños que saludan desde los coches: yo qué sé– pienso con lo pasos, que son miles.

Valledupar es territorio vallenato, escuelas gnósticas, billares y templos evangelistas y evangelizadores. El hombre del carrito con diez termos de café que grita y el vendedor de periódicos amarillos que acuchilla el aire con su voz, y en la portada la sangre que tanto vende aunque la cuaresma se acabe en tres días: voraz el apetito del morbo. Y yo jugándomela toda a una: a un lugar, a la penúltima letra del abecedario, al aullido de las letras de la sierra, a los versos que llevan, decía Gloria Fuertes, más sangre que tinta. Pero después me descuelgo del manojo de la noche donde me he recostado y me digo que cuando no hay otra opción, y uno no decide nada y solo se abre para dejar espacio a lo que hierve, uno no se juega nada: es que no puede ser de otro modo.

En estos días crucificamos lo que no somos y, sin embargo, quién absorbe el sentido real de este renacimiento, como también busca la justicia de estas gentes de la Sierra Nevada que viven en armonía con todo, que no fija la atención en el rencor, si no en la confianza de lo que sí somos en lo profundo de todos.

Todo esto sucede mientras sigo viajando y entre Valledupar y Santa Marta pasan una película en la que al protagonista le suceden las pruebas; su corazón, después de que asesinaran a su hija, arde en ira. En un momento, el padre le pregunta a Dios si es religioso. “No”, le responde Dios, “eso es demasiado pesado: yo no quiero esclavos”. Tras un proceso doloroso, el oxígeno vuelve al protagonista y éste comprende y sana sus agujeros del pasado.

Ralph W. Emerson, que junto a Henry Thoreau fueron mis primeros maestros hasta que G. cayó del cielo en carne viva, escarbó en sí mismo –hagamos lo propio...– hasta hallar su propia divinidad y ayudar a liberar otras almas. Y así lo escribió en su diario: “He estado escribiendo y hablando de lo que una vez se llamó novedades durante veinticinco o treinta años y no tengo ningún discípulo. ¿Por qué? No es que lo que decía no fuera verdadero ni que no encontrara receptores inteligentes, sino porque no albergaba ningún deseo de atraer a nadie hacia mí, sino hacia cada uno. Me complace alejarlos de mí. ¿Qué podría hacer si vinieran a mí? Me interrumpirían y molestarían. Me jacto de no tener escuela ni seguidor. Consideraría una muestra de la impureza de la intuición que no crease independencia”.

Atardece en la Sierra Nevada de Santa Marta.

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