4/9/18

“Hemos pasado de ser asesinados por el Ku Klux Klan a ser asesinados por la policía. Y no pasa nada”

Y la historia se desenterró de nuevo. El pasado día 13 de julio el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció que reabría las fosas de la historia: la investigación por el asesinato racista de Emmett Till, un chico negro de 14 años. Fue en el ya lejano 1955 del lejano Money, en el áspero estado de Mississippi.

Sesenta y tres años después y atravesados varios intentos de juzgar a los asesinos (el caso se cerró en el 2007 tras la muerte de los acusados), el cambio de versión de una de las testigos en aquel proceso en un libro del historiador Timothy Tyson hace que se vuelva a revisar. Carolyn Bryant, a quien el joven dirigió el silbido, es la confesora: durante el breve proceso judicial, ella mintió. “Nada de lo que hizo ese chico”, admite Bryant en The Blood of Emmett Till, publicado el año pasado, “podría nunca justificar lo que le ocurrió”. Y lo que ocurrió fue que después de comprar, junto a sus primos, unos refrescos y dulces en una tienda de Money, Emmett silbó a la chica, que atendía el establecimiento. Fue su sentencia de muerte.

Poco importaron los testigos de lo que había sucedido; la montaña de pruebas contra los acusados Roy Bryant (marido de Carolyn) y John Milam, los autores materiales del asesinato tres días después de aquel silbido. Ni siquiera, a día de hoy, ha servido la investigación del FBI que concluyó mediante una prueba de ADN que el cuerpo exhumado en 2005 efectivamente era el cadáver de Emmett Till. Mucho menos sirvió el testimonio de la persona que más de cerca vivió todo, Simeon Wright, su primo. Simeon estaba en la tienda y dormía en la misma cama que Emmett cuando, en la madrugada de aquel sábado 27 de agosto, los asesinos irrumpieron en la casa familiar y se llevaron al joven. Cansado de los bulos, en 2010 escribió Simeon’s Story, donde dice que Emmett “nunca agarró a Mrs. Bryant, ni le puso los brazos encima, que fue lo que ella testificó más tarde durante el juicio. Los separaba un mostrador: Bobo tendría que haber saltado. Bobo no le pidió una cita ni la llamó “nena”. No tuvieron ninguna conversación lasciva. Y pasados pocos minutos, él pagó lo que había comprado y nos fuimos de la tienda juntos”.

Era el 24 de agosto, un miércoles asfixiante y húmedo. No se supo nada de Emmett hasta que, tres días después, apareció muerto y casi irreconocible. Cuando su madre, que vivía en Chicago, dijo que era su hijo, los supremacistas blancos dijeron que lo que quería era cobrar el seguro de vida. 

Simeon Wright tiene ahora 76 años y aún se le cristalizan los ojos cuando habla de aquello. Vive en una apacible urbanización a 25 kilómetros del centro de Chicago, en una de esas casas con un césped que, envuelto en el aura del río Michigan, parece fluorescente. Y allí estuve con él, hace dos veranos, escribiendo sobre las consecuencias de la esclavitud en Estados Unidos para lo que sería el libro Huellas Negras (La Línea del Horizonte). Durante toda una mañana Simeon, atento y didáctico –y paciente– volvió, otra vez a tirar de memoria... Y al presente. 

“Solo un silbido”, comencé diciéndole. “Mataron a Emmett por silbar a una chica”. “Nosotros conocíamos el peligro de hacer algo así, pero él no”, me dijo sentado en un butacón acolchado en el que no paraba de menearse. A partir de entonces siguió contando cómo era Emmett, al que llamaban Bobo –comediante, alegre, bromista–, de lo que hablaban aquellos días y de cómo aquel miércoles 24 de agosto de 1955 se subieron al viejo Ford Sedan del 46 de Moses, el padre de Simeon, para comprar unos refrescos y dulces a la tienda de Bryant en la carretera Dark Fear.

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