29/8/18

“La situación es tan violenta en Nicaragua porque el ejército ha dado armas de guerra a los paramilitares”

El pasado 21 de julio, en un diario europeo, a Álvaro le preguntaron por la situación de Nicaragua. Él se centró en quién era, de dónde venía, cuántas víctimas se habían cobrado las protestas de su país, por qué les estaban matando y por qué Álvaro, un abogado de treintaytantos años, tuvo que dejar Nicaragua. Álvaro no se llama así, pero al preguntarle qué pseudónimo prefiere, escoge éste.

–¿Por qué?

–Es en honor a un chico de 15 años, Álvaro Conrado, al que un maldito francotirador disparó al cuello: cobarde bestia. Solo llevaba agua a los manifestantes.

Álvaro lanza una piedra a los paramilitares.
Después de la persecución y huida del país, no es extraño que prefiera dejar su identidad de lado. “Mi casa fue rafagueada dos veces. Pasaron disparando en el muro”, aclara desde su refugio europeo, el cual pide que se omita por su propia seguridad y desde donde vive desde entonces. “Eran mensajes, advertencias. Si yo estuviera allí, estoy seguro que ya estaría siendo devorado por gusanos”, señala. Álvaro sabía desde antes que su activismo podría traerle problemas, pero la decisión de abandonar su tierra la tomó después de que un amigo le filtrara que su nombre aparecía en una lista de personas. “No para secuestrar”, aclara ahora, “si no para darle tratamiento especial”. 

Las protestas comenzaron en Nicaragua en el pasado mes de abril, cuando el gobierno decidió hacer una serie de reformas del sistema de seguro social. Los pensionistas comenzaron a protestar y los estudiantes universitarios, cansados de la deriva del gobierno, se sumaron a las protestas en las que Álvaro participó desde el primer día. Era el 18 de abril y las calles de Managua se convirtieron en un campo de guerra en el que el abogado y activista salió malherido el primer día, cuando lo subieron en una de las camionetas blancas –“se han convertido en el símbolo de la muerte”– en el Camino de Oriente. “Tenían varios objetivos ese día y me reconocieron a mí porque he sido un fuerte activista”, admite.

Después lo apalearon, como se recoge en este vídeo (a partir del segundo 30), pero descamisado, con golpes en la cabeza y una puñalada en la mano, pudo escurrirse. “Lo que hice fue correr ensangrentado y me metí en contra del tráfico, sin importar que me atropellaran, pero era la única manera de que no vivieran a por mí. Me tiré por un desagüe y de ahí pude escapar hacia el hospital Lenin Fonseca”, relata con tristeza. Una vez allí, se dio cuenta de que la Ministra de Salud, supuestamente, había dado la orden a los hospitales de no atender a los heridos en las protestas. “Si las heridas hubieran sido algo más profundas”, dice aliviado ahora, “me hubiera desangrado”.

Álvaro era miembro del grupo Unión Masiva Nicaragua, cuyas actividades de apoyo y difusión de las protestas empezó a generarles problemas. Ayudó a los universitarios, canalizando ayudas desde Europa y llevando alimentos y medicamentos a los estudiantes encerrados en la universidad. “Les dolió mucho que yo hablara con lenguaje técnico legal en las calles”, afirma. Aunque hay varios grupos que coordinan las protestas en el país, Movimiento 19 de abril (el día que oficialmente empezó el conflicto) es el más fuerte. Sin embargo, Unión Masiva Nicaragua tuvo que disolverse cuando alguien hizo público el nombre de la treintena de integrantes. Y el de Álvaro estaba entre ellos. 

En Nicaragua el asesinato número 63 supuso un punto de inflexión en la lucha de los nicaragüenses. “Marcó el hastío”, expresa el joven abogado, “porque pensábamos que esto era una pesadilla, que no podía estar pasando”. Fue tan solo una semana después del inicio de las protestas y la tensa situación que Nicaragua había vivido durante los últimos años acabó por explotar. Desde que Daniel Ortega regresó al poder en el 2006 muchas cosas han cambiado, y lejos quedaba aquel lejano sueño que logró aunar al país y expulsar a la familia Somoza tras el triunfo de la revolución [en este reportaje hablé con agentes del país]. Después perdieron –y admitieron la derrota, algo hoy inviable– en las históricas elecciones de 1990, pero tres lustros después de ausencia en el poder, Ortega regresó con otro talante.

Las elecciones del 2011, además, las ganó con acusaciones de fraude y de manera inconstitucional, ya que fue el tercer mandato bajo una Constitución que solo permitía dos legislaturas. Las de 2016 fueron aún más cuestionadas y la victoria del presidente también fue abrumadora. Pero lo que sí es nuevo en Nicaragua es la violencia en uno de los países más seguros de América Latina. “Lo que hace más violenta la situación es el hecho de que el ejército haya dado armas de guerra a los paramilitares. ¿Te imaginas a esas hienas ansiosas de muerte con armas de guerra?”, reflexiona Álvaro.

La Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) ha contabilizado, hasta el diez de julio, 351 muertos y 260 desaparecidos, pero las cifras siguen aumentando y entre el pasado domingo y lunes se denunciaron 800 secuestros en todo el país. “Él quiere tener suficiente gente presa para negociar una posible amnistía una vez que le llegue la justicia”, asegura el activista. Sin embargo, la batalla que se presenta en la calle lleva muchos años labrándose; y las marchas eran la primera herramienta. “Pensábamos que íbamos a doblegar al gobierno, que iba a dimitir. Nunca pensamos que la policía se iba a convertir en verdugo y asesino, y que iban a aparecer estos grupos paramilitares”, reflexiona. 

Lejos de una dimisión o unas elecciones anticipadas que exige la Organización de los Estados Americanos (OEA), la represión en Nicaragua está aumentando. Las órdenes, asegura el abogado, vienen directamente de El Carmen [palacio de gobierno], donde el presidente vive rodeado de cientos de policías: “Nos tienen miedo porque ya no tenemos miedo”.

Álvaro relata con tristeza la última tragedia, ocurrida en la noche del 24 de julio, cuando una estudiante de medicina brasileña de 31 años, Rayneia Lima, fue asesinada en el coche. “El hecho de que hayan asesinado a una brasileña puede ser el principio del fin de Otega: la Corte Penal Internacional, en quienes hemos pensado utilizar para condenarlo. Así se abre la puerta para responsabilizarlo por los casi 400 asesinatos”, dice Álvaro.

Junto a esto, otros casos han expandido la tragedia de Nicaragua a todo el mundo, visibilizando la deriva de la pareja presidencial (Ortega y su mujer, Rosario Murillo) en los últimos tiempos. Ambos se han ganado calificativos (por parte de políticos, escritores y de defensores de derechos humanos) como cleptómanos, reaccionarios, autoritarios, dictadores, inconstitucionales o ladrones. Álvaro los tilda, directamente, de “psicópatas”. 

El asesinato de una familia entera en el barrio Carlos Marx el pasado mes de junio, respaldaba –una vez más– la brutalidad represiva. Según los familiares testigos, algunos de ellos supervivientes, fueron los paramilitares los que prendieron fuego a la vivienda de la familia Velásquez. La razón es que se habían negado a dejar el tercer piso de la casa a los grupos armados para que los francotiradores la usaran contra manifestantes. Tras quemar la casa, se apostaron en la puerta con metralletas para que no saliera nadie. Una de las hijas se tiró por el balcón y se salvó, aunque finalmente murieron quemados vivos seis de los nueve miembros.

Un conflicto que sacude todo el país 

Hay varios puntos en los que el gobierno se ha cebado especialmente. El barrio indígena de Monimbó, en Masaya, es uno de ellos. Masaya es símbolo de la resistencia de la población, pero el pasado 17 de julio, 1.500 efectivos –“ejército, policía y paramilitares: el trío de la muerte”, dice el activista– aplastó a los rebeldes. Hubo tres muertos.

Es en ciudades así donde los grupos que apoyan al gobierno y que, según Álvaro, el gobierno financia con sueldos diarios, entran en las ciudades opositoras y queman alcaldías y juzgados para borrar pruebas en contra del gobierno. Luego plantan la bandera sandinista a modo de reconquista. Entre ellos, destaca, hay grupos de mercenarios venezolanos y el equipo cubano de élite Avispas Negras, algo que la prensa local ha sacado a la luz y él analiza ahora: “Por eso no entendíamos antes que nicaragüenses estaban matando tan fácilmente a nicaragüenses”. La actuación del grupo de élite cubano ya irrumpió en las protestas de Venezuela, cuyo número de víctimas ha superado ampliamente Nicaragua en mucho menos tiempo.

“Quisiera no comparar lo que pasa en Nicaragua con Venezuela, porque son situaciones distintas”, asegura. “Mientras Nicaragua está viviendo el clima de un país de derechas, Venezuela está viviendo el terror de ser un país socialista, aunque eso no es socialismo”. En Nicaragua, sostiene Álvaro, existe un empresariado tranquilo y la élite sandinista “ama el dólar”. Y es en ese contexto donde recuerda que el país vendió su soberanía a un empresario chino en el proyecto fantasma del Canal Interoceánico [hace tiempo escribí este reportaje], algo que nadie entendió. La relación entre ambas naciones ha sido estrecha hasta el punto que el gobierno sandinista recibía un apoyo económico que ahora, con la caída de los precios del petróleo, ha repercutido en su debilidad: Ortega recibía –sin dar explicaciones ni pasar por el presupuesto nacional– 500 millones de dólares anuales.

Las críticas internacionales arrecian, los movimientos civiles del país centroamericano se han refugiado en la protesta pacífica y el Gobierno, que en los últimos años trató de conectar con las clases populares vistiéndose de religiosidad, está enfrentado a la Iglesia Católica, desconcertada por tanta represión. “Yo creo que estamos viviendo la peor crisis en la historia de Nicaragua”, afirma Álvaro, contundente, a pesar de que Nicaragua ha experimentado el terror de la guerra. 

Sin embargo, afirma el activista, en la guerra había dos bandos armados mientras que ahora el pueblo se enfrenta con piedras, barricadas y refugiándose en la universidad e iglesias en un país que –afirma– comienza a vivir una “caza de brujas”. Por su parte, no tiene otra opción que confiar en una solución. “A veces sueño con la intervención de los cascos azules”, sugiere desde su refugio, donde trata de consolarse: “No hay mal que cien años dure…”.

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