A mí me sucede
que la nostalgia me aprieta más cuando tengo las cosas en las manos y las miro y
pienso que se me pueden caer. Más que en la distancia, donde vivo de cuerpo
pero no de alma presente, mi tierra siempre es esa especie de quebradero de
cabeza que me arrebata la paz día tras día. Ayer llegaba por aire a mi tierra
desde otras tierras lejanas, extrañas y cálidas y el verde ya me comenzaba a dolerme
como esas cosas que amas y no sabes disfrutar por miedo a perderlas: los cielos
grises, las vacas pastando y el cosquilleo de volver, aunque sea unos días, a
la tierra donde solo sabe uno vivir son la consecuencia de distanciarse y ver
las cosas con perspectiva.
Necesario es eso
de salir del cascarón aunque sea solo para alejar la vista del ombligo y oler
otras cosas, formar lo de debajo del cráneo, conocer y quizá, sí, comparar. Y
relativizar. Y elegir.
Y ahí entraba yo
con una maleta medio vacía por la acera de mi casa bajo el castaño ya vestido
echando más de menos lo que iba acariciando a medida que avanzaba. Entré, y
miré, subí, bajé, y ya parecía que llevaba toda la vida aquí sin importar de
donde viniera y a donde iría. Solo me bastaba verme rodeado de la forma de vida
en que me crie y de la no he sabido chapotear con mucha holgura ajena a ella.
Hoy salió el sol
a media tarde y paseé bajo los árboles y ese extrañamiento que desde otro
continente me sobrecoge a cada rato se disipaba y disipaba, y a cambio me
nublaba la excitación de una profunda primavera que sabe dulce. Ahora sí la
tenía encima, o dentro, y era una sacudida que no me permitía hacer otra cosa
que integrarla entre mis cuatro costados. Lo demás parecía secundario.
Yo tuve otra
experiencia sudamericana hace unos años. Fueron cinco meses agradables y, en
cierto modo, felices. Volví y me apetecía irme porque pensaba que en una semana
ya había visto todo. Seis años después de aquello, cada vez que una idea orbita
en mi cabeza, todo me conduce a un lugar del que la gente se va por trabajo a grises
oficinas de jefes grises con modos de vida con prisas.
Ramiro Pinilla bautizó
a su casa de Getxo “Walden”. Ciegas
Hormigas, esa fabulosa novela en la que narra los restos del naufragio
entre las desventuras de una familia al borde del acantilado, me lo dedicó con
un abrazo y una mención al habitante más universal de la laguna de Walden. Yo no
sabía que mi tía vino a mi casa, cogió el libro y se lo llevó a buscar la dedicatoria. Pero fue como
una síntesis de mis últimos pero
perennes quebraderos de cabeza. Buen síntoma.
Esa irremediable
manía de volver al lugar en que nací.
2 comentarios:
Y al diablo se ha dicho (!)
Muy buen post, me ha gustado mucho.
Un saludo!
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