3/6/13

Irremediable

A mí me sucede que la nostalgia me aprieta más cuando tengo las cosas en las manos y las miro y pienso que se me pueden caer. Más que en la distancia, donde vivo de cuerpo pero no de alma presente, mi tierra siempre es esa especie de quebradero de cabeza que me arrebata la paz día tras día. Ayer llegaba por aire a mi tierra desde otras tierras lejanas, extrañas y cálidas y el verde ya me comenzaba a dolerme como esas cosas que amas y no sabes disfrutar por miedo a perderlas: los cielos grises, las vacas pastando y el cosquilleo de volver, aunque sea unos días, a la tierra donde solo sabe uno vivir son la consecuencia de distanciarse y ver las cosas con perspectiva.

Necesario es eso de salir del cascarón aunque sea solo para alejar la vista del ombligo y oler otras cosas, formar lo de debajo del cráneo, conocer y quizá, sí, comparar. Y relativizar. Y elegir.

Y ahí entraba yo con una maleta medio vacía por la acera de mi casa bajo el castaño ya vestido echando más de menos lo que iba acariciando a medida que avanzaba. Entré, y miré, subí, bajé, y ya parecía que llevaba toda la vida aquí sin importar de donde viniera y a donde iría. Solo me bastaba verme rodeado de la forma de vida en que me crie y de la no he sabido chapotear con mucha holgura ajena a ella.

Hoy salió el sol a media tarde y paseé bajo los árboles y ese extrañamiento que desde otro continente me sobrecoge a cada rato se disipaba y disipaba, y a cambio me nublaba la excitación de una profunda primavera que sabe dulce. Ahora sí la tenía encima, o dentro, y era una sacudida que no me permitía hacer otra cosa que integrarla entre mis cuatro costados. Lo demás parecía secundario.

Yo tuve otra experiencia sudamericana hace unos años. Fueron cinco meses agradables y, en cierto modo, felices. Volví y me apetecía irme porque pensaba que en una semana ya había visto todo. Seis años después de aquello, cada vez que una idea orbita en mi cabeza, todo me conduce a un lugar del que la gente se va por trabajo a grises oficinas de jefes grises con modos de vida con prisas.

Ramiro Pinilla bautizó a su casa de Getxo “Walden”. Ciegas Hormigas, esa fabulosa novela en la que narra los restos del naufragio entre las desventuras de una familia al borde del acantilado, me lo dedicó con un abrazo y una mención al habitante más universal de la laguna de Walden. Yo no sabía que mi tía vino a mi casa, cogió el libro y se lo llevó a buscar la dedicatoria. Pero fue como una síntesis de mis últimos  pero perennes quebraderos de cabeza. Buen síntoma.

Esa irremediable manía de volver al lugar en que nací.

2 comentarios:

Yeamon Kemp dijo...

Y al diablo se ha dicho (!)

Anónimo dijo...

Muy buen post, me ha gustado mucho.

Un saludo!