28/6/13

Un día extraño

Ayer fue un día extraño. No digo bueno, ni malo, ni siquiera regular. En mis días, como en aquel cielo que en un infierno cabe, se vierte una mezcla de sensaciones capaz de agotarme llegado el anochecer. Pero ayer no asomó cansancio, ni hastío, ni invierno. Salí de casa desayunado a medias y con la comida en el bolso y llegué después de pasarme un rato escuchando a José Alfredo en boca de unos tipos que buscaban unos pesos. El lugar, el corazón del poder en la que fue la última colonia de España: la Plaza de Armas.

Allí hay una buena sombra y se despliega un gran bazar de libros antiguos divididos en dos: literatura revolucionaria y literatura a secas. Suelo darme bastantes paseos por allí, a ojear qué hay nuevo en un lugar que, por definición, posee muy pocas –o ninguna- novedades. Tampoco demasiada variedad.  Pero me gusta merodear, y fisgar, y oler libros de la historia del azúcar en Cuba, del primer ferrocarril en América, los apuntes de economía política del Che… a pesar de tener que sacudirme a todos los vendedores que, en cada puesto, tratan de encajarte algo a precios poco amigables.

Después de aquel garbeo enfilé la calle más turística de La Habana y me colé, de refilón, en un par de librerías con polvo donde no iba a encontrar nada diferente. Y aun sabiéndolo de memoria –llevo pasando por esa calle unos cuantos meses- tenía la necesidad de entrar siquiera unos segundos, unos minutos. Nada cambió mis hábitos hasta que llegué a casa.

Apuré la última novela de Joan Didion, Noches azules–“Este libro se titula Noches azules porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición”- y en la última página, al cerrar con un chasquido la última frase, me atravesó cierta nostalgia; nada raro si, tras reposar la melancolía que supura cada letra del libro, los coletazos de la experiencia ajena le remueven a uno mínimamente.

Pero decidí no encerrarme en la amargura de la extinción de nadie. De hecho, el penúltimo libro que me leí y que finalicé este fin de semana, La oscuridad de los sueños, también va de muertes. Así que agarré Paradiso, de Lezama Lima (que, precisamente, compré en la Plaza de Armas hace unos meses) y me pegué un pequeño chapoteo como inicio a la que ya es mi actual lectura.

Después salté a la calle, ya con el sol apagándose, y paseé el filo del mar, y saqué fotos a un tipo que hablaba por un teléfono colgado de una pared en la que estaba escrito en letras verdes y mayúsculas “ENMANUEL TE AMO”, y entablé conversación con los padres de unos niños que bailaban un aro enorme en la cintura, y con unos tipos que bebían vino blando debajo de un árbol secó. Y acabé tomando una cerveza con dos amigos cerca de mi casa hasta que entró la noche y teníamos hambre y algo de sueño, y nos dispersamos.

Ahora tecleo mi día no sé muy bien con qué fin, si es que tiene que haber un fin para cada acto. El caso es que cené poco y ahora, en mi habitación, entra la suave brisa de media noche de un mes que ya agoniza.

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