Allí hay una
buena sombra y se despliega un gran bazar de libros antiguos divididos en dos:
literatura revolucionaria y literatura a secas. Suelo darme bastantes paseos
por allí, a ojear qué hay nuevo en un lugar que, por definición, posee muy
pocas –o ninguna- novedades. Tampoco demasiada variedad. Pero me gusta merodear, y fisgar, y oler
libros de la historia del azúcar en Cuba, del primer ferrocarril en América, los
apuntes de economía política del Che… a pesar de tener que sacudirme a todos
los vendedores que, en cada puesto, tratan de encajarte algo a precios poco
amigables.
Después de aquel
garbeo enfilé la calle más turística de La Habana y me colé, de refilón, en un
par de librerías con polvo donde no iba a encontrar nada diferente. Y aun
sabiéndolo de memoria –llevo pasando por esa calle unos cuantos meses- tenía la
necesidad de entrar siquiera unos segundos, unos minutos. Nada cambió mis
hábitos hasta que llegué a casa.
Apuré la última
novela de Joan Didion, Noches azules–“Este
libro se titula Noches azules porque
en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada
vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento
de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches
azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su
premonición”- y en la última página, al cerrar con un chasquido la última
frase, me atravesó cierta nostalgia; nada raro si, tras reposar la melancolía
que supura cada letra del libro, los coletazos de la experiencia ajena le
remueven a uno mínimamente.
Pero decidí no
encerrarme en la amargura de la extinción de nadie. De hecho, el penúltimo
libro que me leí y que finalicé este fin de semana, La oscuridad de los sueños, también va de muertes. Así que agarré Paradiso, de Lezama Lima (que,
precisamente, compré en la Plaza de Armas hace unos meses) y me pegué un
pequeño chapoteo como inicio a la que ya es mi actual lectura.
Después salté a
la calle, ya con el sol apagándose, y paseé el filo del mar, y saqué fotos a un
tipo que hablaba por un teléfono colgado de una pared en la que estaba escrito
en letras verdes y mayúsculas “ENMANUEL TE AMO”, y entablé conversación con los
padres de unos niños que bailaban un aro enorme en la cintura, y con unos tipos
que bebían vino blando debajo de un árbol secó. Y acabé tomando una cerveza con
dos amigos cerca de mi casa hasta que entró la noche y teníamos hambre y algo
de sueño, y nos dispersamos.
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