3/7/13

A quien corresponda

¡Que lástima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla ni un sillón viejo de cuero,
ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa…
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!

León Felipe

Cuando era un pequeño reportero de barrio en algunos veranos que pasé merodeando las calles de Santander para un par de periódicos locales, lo que más me gustaba era eso de pasarme la mitad del día trabajando al aire libre. Entonces tenía 20 años, y 21, y 22, y mis primeros balbuceos periodísticos se centraban en algo aparentemente sin importancia pero que a mí me llenaba. Con el tiempo me di cuenta de que no habría en el mundo de la prensa algo que me diera más placer.

Casi nunca hablé de política, apenas hice migas con los demás periodistas porque yo nunca iba a ruedas de prensa, que era donde hacían piña; hasta me enviaron a cubrir el día después de un atentado de ETA con un fotógrafo que se colaba en el edificio reventado mientras yo me comía los gritos de un coronel de las instalaciones afectadas -había habido un muerto- y las sospechas de una reportera de La Sexta hablando donde yo disimulaba para poner el oído.

Cubrí fiestas de Drag Queens para jubilados, conocí las entrañas de un circo, realicé visitas turísticas guiadas, una crónica de la procesión de las fiestas de la Virgen del Carmen, entrevistas a una miss, a Los Secretos, a Nacha Pop, a Isabel San Sebastián y a un político alemán de visita oficial que al día siguiente se comió un cocido en Potes, entre otros; me pasé tardes jugando con niños de acogida, adultos sin techo y peregrinos del camino a Santiago, unos en albergues de acogida, otros en albergues de paso; troté por mercados medievales y en perreras con animales abandonados, me dieron fichas gratis para montarme en atracciones por escribir sobre los feriantes y amplificar sus quejas, fui a museos de ferrocarril, a ferias de pincho y a rastrillos “solidarios”, ejem, organizados por mujeres pijas con buenas intenciones que daban lo que les sobraba (por cierto, que esos mercadillos se siguen haciendo y la prensa local las fotografía y las eleva a los altares del altruismo). Y, en fin, reportajes de extranjeros que estudiaban castellano, pelotazos en el cine, vecinos que se quejaban de un derribo y visitas a pisos de protección oficial, tiendas de cómics, a la universidad de verano, y a las playas cuando llovía para dar fe de que allí no había ni dios y rellenar dos páginas sobre el mal tiempo en julio y otras dos en agosto.

Muchas de esas cosas me las encomendaban; otras las proponía. Después, sin saberlo y ya siempre fuera de redacciones, he seguido esa senda: siempre he elegido lo que quería escribir y siempre al margen de lo político, la palmadita en la espalda, los masajes mutuos entre políticos y redactores, y esos atributos que definen tan bien la prensa local. Naturalmente, de las cosas anteriormente mencionadas, nunca vi un euro. Sí tenía ingresos por segar el prado de casa de mi abuela, por ganar triatlones, por lavar el coche a mi tía; incluso mis padres me pagaron un vuelo a Santander para regar las cebollas cuando ellos se fueron de vacaciones. Pero nunca vi un euro tras publicar un reportaje de casas encantadas tras patearme de oeste a este Cantabria y durante varios días, hacer un análisis de la evolución del golf en la región, ni por entrevistar en sus casas, estudios y galerías de arte a una docena de personajes de la cultura de mi comunidad autónoma: Santander aspiraba a la capitalidad europea de la cultura y la gente se llevaba las manos a la cabeza (¿Santander?, ¿cultura?), pero ningún “experto” de la sección de cultura de los periódicos de Cantabria publicaba un diagnóstico fiel del asunto. Todo eran peloteos a los políticos. Y,en esas, pedí que me hicieran un hueco a doble página para contar lo que opinaban los artistas de Cantabria sobre el asunto, aun cuando lo ponían a parir. Y si yo era un principiante y quería contar aquellas cosas, me preguntaba, ¿no haría mucho mejor esa labor quienes llevan muchos años escribiendo sobre esos temas y conocían mejor que yo esos ámbitos y tienen más relaciones con los protagonistas?

Se pagaba a la gente para hacer de altavoz de los políticos, me decía yo, y no para contar cosas que merecen la pena ser contadas. Y la gente, todavía, sacaba pecho. Joder, en Cantabria hay pescadores que las pasan canutas en alta mar, cazadores de jabalí, golfistas que desempatan en el hoyo 18, putas sin papeles, alpinistas que se despeñan, pastores y pasiegos, cursos de verano… ¡Y nadie contaba nada de aquellas cosas más de lo que les decían de todo aquello!

Una vez propuse hacer un artículo de Luis García Montero, quien vino a dar un taller a la UIMP y al cual asistí durante toda una semana, y me dijeron que "perfecto". Celosa, una redactora del periódico me dijo que lo iba a hacer ella. “No veo normal que lo haga un colaborador que no cobra”, me dijo. Se salió con la suya. Y el artículo publicado, como acostumbran los periódicos en Cantabria ante los cursos de verano, basaba toda su enjundia en la presentación misma del curso o, como mucho, en una posterior y breve charla con el protagonista. Nunca en las profundidades del hecho en sí. Claro que la misma persona una vez hizo una entrevista a un cantante en un concierto al que asistí en Laredo. Yo, que me pagué la entrada –y la de mi acompañante-, disfruté mucho. La periodista en cuestión se largó poco antes de comenzar la función. La cosa era entrevistar a un artista, como ya hizo poco antes con Garcia Montero, no disfrutarlo. Ni escribir sobre lo que acontece, sino lo que le dicen que va a acontecer.

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Hace unos meses me vine a vivir a La Habana por un período más o menos prolongado. Una revista digital con la que colaboraba me propuso abrir un blog viajero (sin cobrar), publiqué algo en El Mundo gracias a una gran periodista a quien desearía leer todos los días y el país en el que hemos nacido nos lo niega, y me dieron la oportunidad de publicar con frecuencia en El Viajero, de El País, contando curiosidades de esta isla. Empezaba a cobrar dinero por escribir cosas que me apetecían. Poco, muy poco, pero ya era más de lo que recibía por lo que he escrito en los dos últimos años: acerca del derrumbe de la cooperación, la caída de la solidaridad y la vuelta a caer, las crónicas de encuentros feministas en los que yo era el único hombre durante tres días, entrevistas a defensoras de los derechos humanos, viajes en trenes destartalados de la India y paseos por Sarajevo, entrevistas a personajes clave del 15 M de los que primero me leía su último libro, después asistía a una conferencia y, ya entonces, estaba en condiciones de hacerles la entrevista de marras.

Más de una vez me preguntaba: ¿seré yo?

Hasta que hace unas semanas decidí comenzar a tocar ciertas puertas a ver si me pagaban por un reportaje de diez páginas. Una crónica de un viaje por la Ruta 66. Finalmente, tras alguna que otra pirueta –alguna irónica- me lo han publicado en una revista mexicana, en el número de julio, y tras un acuerdo económico bastante decente que me permite coger un avión y contar lo que pasa en otro país. Y estoy animado porque se abre una cuña de esperanza por estos caminos.

"La vida de un hombre no vale nada si no vive de acuerdo a su conciencia", le espetó Gary Cooper, en La gran prueba, a su esposa tras no oponerse a que su hijo agrarrara el arma aun siendo cuáquero.

Una vida no vale nada si no haces nada por ser libre.

Siempre he buscado hacer lo que he querido al margen de si afuera se pagaba o no. Y me doy cuenta de que eso no depende de uno, que es arbitrario. Que solo desde una óptica funcionalista le premian a uno y que ciertas cosas desestabilizan ese equilibrio. Que pagan mucho dinero a periodistas por decir que “solidaridad es dar lo que sobra” mientras que –y ahí voy con un poco de victimismo, ya caduco- hablar de solidaridad trabajando en el mundo de la solidaridad no se remunera; y que yo, al igual que Woody Guthrie, uno de los tipos con más conciencia de los que tengo noticia, siempre pensé que

“quería ser mi propio jefe. Trabajar de lo mío fuera lo que fuese esto, y depender de mí mismo. […] Quería profundizar en las cosas un poco, y sacar algo de allí, algo que me convirtiera en una persona de estima: libre para trabajar por mi cuenta, libre para trabajar en beneficio de todo el mundo”. 

Y que, a sabiendas de mi futura y depresiva, pero gloriosa, elegida y libre, situación económica –ahora tengo seguridad y apenas jefes, pero esto es pasar por la vida de puntillas- seré capaz de decirle a mi chica, como Guthrie a la suya, lo que nos cuenta en sus memorias Rumbo a la gloria (que yo sospechaba y ahora empiezo a saber): 

“Y ves, resulta que sé lo que quiero. Hace mucho tiempo me juré que me mantendría aferrado a mi guitarra y a mis canciones. Pero la mayoría de las emisoras de radio no están por la labor de dejarte cantar canciones honestas. Ellos quieren que cantes pura bazofia y nada más que eso. Por eso quedarán siempre fuera de mi alcance el dinero y las cosas que nos darían una casa y un hogar… por eso llevo mintiéndome a mí mismo durante mucho tiempo, diciendo que no quería una casita ni nada parecido. Pero Ruth, creo que ahora me doy cuenta. Me vuelvo a la carretera. Ahora, en este instante. No sé lo lejos que tendré que ir hasta que encuentre un lugar donde cantar lo que quiero cantar, y en mi cabeza bullen tantas ideas para nuevas canciones como colores tiene un árbol en una colina en flor. Cantaré en cualquier sitio donde la gente se pare a escucharme. Y ellos mirarán para que no me muera de hambre. Ellos buscarán el modo que tú y yo podamos acabar juntos”. 

2 comentarios:

Ferragus dijo...

Un gusto leerte, Diego.

Anónimo dijo...

un gusto que te pases por aquí ;)