Una hilera de hombres tostados bailan en pañales al ritmo del repiqueteo de unos tambores y los alaridos de un par de altavoces. Piden audiencia con el secretario de gobernación: nada nuevo bajo el sol.
- “¿Eres norteamericano?”, me pregunta un hombre entre los coches atascados a la altura de Alameda Central.
Le digo que no, que soy de un país venido a menos -España. “Esto va a reventar”, me dice. “Se manifiestan todos: maestros, electricistas, campesinos. Esto va a reventar”.
A un escaso kilómetro, en el corazón mismo de la capital mexicana, el Zócalo, los toldos y las pancartas tapizan uno de los lugares más emblemáticos –y antiguos- de la ciudad.
- “¿Qué vendes, joven?”, me pregunta un viejo que busca despistados. No tengo nada que vender para engordar el mercado de segunda mano. Mucho menos que nada. Relojes, cadenas, alpargatas.
- Lo siento.
Y me voy.
Lleva tiempo lloviendo en México DF y me refugio en una librería de viejo donde se acumulan columnas de polvo y libros por igual. Tan altas, tan grandes, tan anchas, tan exageradamente vertiginosas que extraña la eficacia a la hora de encontrar, siempre que exista, cualquier libro de lomo desgastado o mordido.
Así que salgo y enfilo una calle de tiendas caras que, para mi sorpresa, inundan el centro, y no tanto centro, de esta ciudad de más de veinte millones de almas. Claro, no es de extrañar que vaya a reventar un país donde la exclusividad, como un caramelo a la puerta de un colegio, se enfrente a miradas marchitas de la mitad de la población, que vive en la miseria.
- Esto va a reventar.
La mañana la comencé echando una fotografía a un señorito repantigado a quien le lustraban los zapatos mientras se desayunaba el periódico. Cuestión de estatus, me digo. Ya el resto del día lo dediqué a coleccionar contradicciones, las propias de un país como éste.
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