23/6/14

La recompensa final

Soledad, libertad
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero

Luis G. Montero, en Habitaciones separadas.


Y en esas, acabé en el Parque Nacional Denali tras tres días plomizos, apagados y no muy sustanciales. Llegué con el agua tapándome casi la respiración y me volví a empapar cuando trataba de poner un toldo que había comprado para asentar mi jaima.

El viento levantaba el plástico, me subí en la bici para llegar más alto y até dos cuerdas en dos pinos en un extremo; del otro, lo anclé al suelo con las piedras más pesadas que encontré por allí. Después del tinglado vi un cartel que ponía que esa zona era sensible y que uno tenía que salirse a los lugares marcados y de grava, pero ahí no había árboles donde sujetar nada y mi refugio no se habría consolidado.  Agarré la señal y la coloqué en otra zona, en otros pinos.

Poco me sorprendió esta inmensa alfombra ondulada que sostiene el monte McKinley; el atractivo eran los animales y yo, al entrar al parque en bicicleta, antes que ver el cartel de Parque Nacional ya me había cruzado a escasos diez metros con un alce y dos crías. Un oso que lamía el suelo, caribús y unas perezosas cabras blancas completaron la fauna que vi por allí, sin mencionar las ardillas que comían las migas de mis galletas y una mujer que me empezó a contar su vida.

Era extraña, gesticulaba mucho, llevaba solo un pendiente y una ropa especialmente mal combinada. En un momento en el que su marido se acercó al Wonder Lake cuando bajamos del autobús que cruza las 90 millas del parque, comenzó: “Yo es que lo he pasado mal, ¿sabes?” Apenas había cruzado dos palabras con ella en el autobús (me había preguntado de dónde era y poco más). Entonces se me ocurrió preguntarle de dónde era, y ella me dijo que de muchos sitios, porque un hermano se había ahogado, la familia se deshizo, depresiones, mudanzas y no se qué. Luego me dijo que ella creía en Dios y que su familia no y que no la entiende y que algún día la entenderán. “Porque creo en la reencarnación”. Después me dijo que su marido la había apoyado mucho y que lo que importa es el interior, no el exterior.

Esta mañana recogí mi campamento y cogí el autobús del parque hasta la entrada. Había hecho malísimo, mucho frío y me había aburrido un poco. Entré al edificio principal, desayuné para resarcirme de los tres días de comida enlatada y puse rumbo a Nenana.

Nenana está 110 kilómetros al norte, por la Parks Highway. Una etapa larga, aunque al poco de comenzar miré hacia atrás y vi que el río Nenana, que discurría paralelo, bajaba en la misma dirección a la que me dirigía. Una etapa llana, pensé, así que decidí darle caña, animado por el primer día de buen tiempo (calor) y los pitidos y saludos de moteros y alguna caravana, aunque hubiera preferido que cambiaran los gestos amistosos por una cerveza.

En el kilómetro 60 me premié con una barrita energética y 100 calorías de almendras ahumadas, en el camino fui cantando hasta que en los últimos 15 kilómetros se me desencajó la cara por ir haciendo el tarín y recordé mis tiempos triatléticos, cuando uno no podía desfallecer. Los últimos cinco kilómetros, con hambre, me pasaban las abejas por los dos lados y en el ambiente ya se dejaba ver el aroma de salmón ahumado que empapa toda Alaska en verano. Llegué a un camping con una señora genial, acampé en el mullido jardín y me saludó una mujer que viene desde Misuri buscando un lugar para vivir (se acaba de jubilar y va buscando su edén), a quien ayudé a poner su tienda. Y al fin llegó la recompensa. 

Después, en la gasolinera, donde entré a por un café con una camisa playera de tirantes, un viejo me dijo que “parecía un neonazi”. ¡Que viva Nenana!

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