Soledad, libertad
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero
–Luis G. Montero, en Habitaciones separadas.
Y en esas, acabé en el Parque Nacional Denali tras tres días plomizos, apagados y no muy sustanciales. Llegué con el agua tapándome casi la respiración y me volví a empapar cuando trataba de poner un toldo que había comprado para asentar mi jaima.
El viento levantaba el plástico, me subí en la bici para llegar más alto y até dos cuerdas en dos pinos en un extremo; del otro, lo anclé al suelo con las piedras más pesadas que encontré por allí. Después del tinglado vi un cartel que ponía que esa zona era sensible y que uno tenía que salirse a los lugares marcados y de grava, pero ahí no había árboles donde sujetar nada y mi refugio no se habría consolidado. Agarré la señal y la coloqué en otra zona, en otros pinos.
Poco me sorprendió esta inmensa alfombra ondulada que sostiene el monte McKinley; el atractivo eran los animales y yo, al entrar al parque en bicicleta, antes que ver el cartel de Parque Nacional ya me había cruzado a escasos diez metros con un alce y dos crías. Un oso que lamía el suelo, caribús y unas perezosas cabras blancas completaron la fauna que vi por allí, sin mencionar las ardillas que comían las migas de mis galletas y una mujer que me empezó a contar su vida.
Esta mañana recogí mi campamento y cogí el autobús del parque hasta la entrada. Había hecho malísimo, mucho frío y me había aburrido un poco. Entré al edificio principal, desayuné para resarcirme de los tres días de comida enlatada y puse rumbo a Nenana.
En el kilómetro 60 me premié con una barrita energética y 100 calorías de almendras ahumadas, en el camino fui cantando hasta que en los últimos 15 kilómetros se me desencajó la cara por ir haciendo el tarín y recordé mis tiempos triatléticos, cuando uno no podía desfallecer. Los últimos cinco kilómetros, con hambre, me pasaban las abejas por los dos lados y en el ambiente ya se dejaba ver el aroma de salmón ahumado que empapa toda Alaska en verano. Llegué a un camping con una señora genial, acampé en el mullido jardín y me saludó una mujer que viene desde Misuri buscando un lugar para vivir (se acaba de jubilar y va buscando su edén), a quien ayudé a poner su tienda. Y al fin llegó la recompensa.
Después, en la gasolinera, donde entré a por un café con una camisa playera de tirantes, un viejo me dijo que “parecía un neonazi”. ¡Que viva Nenana!
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