Soledad, libertad
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero
–Luis G. Montero, en Habitaciones separadas.

El viento levantaba el plástico, me subí en la bici para llegar más alto y até dos cuerdas en dos pinos en un extremo; del otro, lo anclé al suelo con las piedras más pesadas que encontré por allí. Después del tinglado vi un cartel que ponía que esa zona era sensible y que uno tenía que salirse a los lugares marcados y de grava, pero ahí no había árboles donde sujetar nada y mi refugio no se habría consolidado. Agarré la señal y la coloqué en otra zona, en otros pinos.
Poco me sorprendió esta inmensa alfombra ondulada que sostiene el monte McKinley; el atractivo eran los animales y yo, al entrar al parque en bicicleta, antes que ver el cartel de Parque Nacional ya me había cruzado a escasos diez metros con un alce y dos crías. Un oso que lamía el suelo, caribús y unas perezosas cabras blancas completaron la fauna que vi por allí, sin mencionar las ardillas que comían las migas de mis galletas y una mujer que me empezó a contar su vida.
Esta mañana recogí mi campamento y cogí el autobús del parque hasta la entrada. Había hecho malísimo, mucho frío y me había aburrido un poco. Entré al edificio principal, desayuné para resarcirme de los tres días de comida enlatada y puse rumbo a Nenana.
En el kilómetro 60 me premié con una barrita energética y 100 calorías de almendras ahumadas, en el camino fui cantando hasta que en los últimos 15 kilómetros se me desencajó la cara por ir haciendo el tarín y recordé mis tiempos triatléticos, cuando uno no podía desfallecer. Los últimos cinco kilómetros, con hambre, me pasaban las abejas por los dos lados y en el ambiente ya se dejaba ver el aroma de salmón ahumado que empapa toda Alaska en verano. Llegué a un camping con una señora genial, acampé en el mullido jardín y me saludó una mujer que viene desde Misuri buscando un lugar para vivir (se acaba de jubilar y va buscando su edén), a quien ayudé a poner su tienda. Y al fin llegó la recompensa.
Después, en la gasolinera, donde entré a por un café con una camisa playera de tirantes, un viejo me dijo que “parecía un neonazi”. ¡Que viva Nenana!
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