Días antes de
llegar a Nicaragua leí un reportaje de un tipo, esos que el reportero Diego Enrique Osorno calificaría como “uno de esos
periodistas fanfarrones de escritorio”, en el que se asombraba de la propaganda
personalista por parte del Gobierno, así que me imaginé una Managua sembrada de
mensajes, lemas, fotografías y demás armas habituales. Cuando salí del
aeropuerto, camino de la capital, me fijé en las orillas de la carretera y en
las rotondas, pero apenas vi nada parecido a eso que aquel tipo decía: tan solo
unos arbolitos espantosos con lucecitas en la avenida Bolívar y alguna foto del
bueno del presidente en alguna pancarta elevada. Y nada más.
Claro
que yo venía de Cuba y mi capacidad de asombro estaba a prueba de bombas en ese
sentido, pero aquello no era para tanto. Después de escribir varios reportajes
de aquel viaje, ayer me puse a teclear uno cuyo sentido desborda nuestra
realidad: un país tan irónico, contradictorio y polarizado que ya nadie
reconoce a un gobierno -o al menos a un presidente- que en su día fue uno de
los liberadores del país.
Transcribo
las entrevistas. La de Wilfredo Navarro, ex ministro de Trabajo y actual
diputado de una escisión del Partido Liberal, que opina cosas como que “el Frente Sandinista hace fraude porque
son cleptómanos”. Recuerdo cómo llegué a casa de Navarro: andaba yo tomando una
cerveza en un bar de Managua cuando conocí a un chaval, colega del amigo
nicaragüense con el que yo estaba, que me pregunto qué hacía allí. Se lo comenté y me respondió:
“Pues quizá te interese conocer a mi padre”. Una hora después y la vista algo
nublada de cervezas, estaba yo en una casa de un barrio bien de Managua, entre
sirvientas ofreciéndonos café en un jardín que también albergaba un pequeño
zoológico.
También me dijo
cosas como ésta: “Cuando triunfó la Revolución, los comandantes eran pobres.
Ahora son millonarios; empresarios, terratenientes, dueños de empresas. El
flujo de dinero que viene de Venezuela vía presupuestos que no se controla
-porque supuestamente es un apoyo no al Gobierno sino al partido- permite unos
niveles de corrupción inmensos”.
Menos casual fue
la entrevista con Enrique Sáenz, sandinista desencantado y diputado por el
Movimiento de Renovación Sandinista (MRS). Él pidió un té helado y yo un café capuccino -lo sé porque lo escucho ahora
en la grabación- y criticó con muchísima dureza al Gobierno. “Estamos frente a
un régimen dictatorial oligárquico; dictatorial en el nuevo sentido de la
palabra y oligárquico en el viejo sentido de la palabra. Ortega y su grupo no
pudieron romper las cadenas de la historia y han resumido en el régimen todas
las taras históricas del país”.
Para empezar,
pienso, no estaba nada mal aquellas declaraciones tan espontáneas que parecían
salir de algún lugar profundo. Tal es así que, al preguntarle por el comienzo
de las perversiones de un partido, el Frente Sandinista, que algún día ilusionó al
país, me dio cuatro momentos concretos y después me dijo: “Esto que te estoy
diciendo lo voy a escribir, porque me está saliendo ahora”.
Quería alguien
que abundara en esas perversiones, así que, aunque me recomendaron no ir
andando, llegué a mi cita con Gonzalo Carrión a pie, el responsable de denuncias del
Centro Nicaragüense de los Derechos Humanos (CENIDH). En toda Nicaragua se
vivían momentos de máxima alerta por un terremoto que había removido todo el
país y, de hecho, en el transcurso de aquella entrevista el suelo -y el techo-
tembló levemente bajo nuestros pies; pero Gonzalo me contó entre risotadas las
ironías del Gobierno: “El Gobierno nos acusa de que somos fascistas, que somos del
imperialismo y de la CIA. Pero en los períodos liberales ellos incendiaban el
país y el CENIDH los protegía. Los respaldábamos en su lucha social. Ahora se
les ha olvidado y ni siquiera permiten una pancarta que diga No a la dictadura”.
Al salir de allí
-un relato con estas acusaciones tiene que continuar así-, la casa privada del
presidente, que también es la sede del Gobierno en una manzana inmensa cerrada
al público y blindada por policía y muros, fui mascando todas aquellas
declaraciones sobre un país que alguna vez llegó a soñar de la mano de las mismas personas que hoy lo devoran.
Unos días antes,
cuando el primer latigazo de 6,2 grados a diez kilómetros de profundidad me
sacó de la primera planta de una cafetería, hablé con Octavio Enríquez,
premiado periodista que trabaja para el diario El Confidencial. Hablamos en un
pequeño patio de la redacción del periódico, donde luego me presentó a un compañero
reportero que las tropas gubernamentales habían acuchillado; y me dejó helado
con unos argumentos que continuamente respaldaba con telarañas de conexiones e información.
“Cuando son temas que tocan a la familia del presidente, hay
muy poca transparencia. Este Estado lo puedes describir como
Estado-familia-negocios. Es el mismo esquema de la familia Somoza; la diferencia
es que Luis Somoza listaba todos sus bienes”, me decía Enríquez con una firmeza que él
luego me volvía a justificar: “Hago esto por compromiso con mi país”.
La lista de
realidades absurdas, elevadas a un nivel sin sentido, seguía engordando. En un
momento me dijo en qué empleaba el presidente los 500 millones de dólares que
anualmente entran a Nicaragua procedente de Venezuela a través del ALBA: hoteles de lujo y gasolineras
de su propiedad, entre otras cosas. También me habló de la lista de medios independientes que se extinguen en
Nicaragua, absorbidos por un partido político cuyos responsables son
millonarios. “En la política nacional, Ortega ya no es solo el líder político, sino que tiene un rol protagonista en lo económico. La empresa privada ya no lo ve como
el rebelde de Reagan: lo ven como alguien con quien pueden hablar
de negocios. Ya no son aquellos chavales que llegaron al poder con rifles de palo. Ya no son los mismos, ahora son millonarios”.
Salí de allí
apesadumbrado pero asombrado del papel que se juega demasiado en cada palabra. Después
llegó el terremoto, desalojaron la cafetería a la que había ido al salir de la redacción de El Confidencial y allí esperé a una persona que nunca
llegó. Y la luz se cortó. El reportero acuchillado, que estaba allí haciendo una
entrevista, esperó conmigo hasta que mi amigo pasara a recogerme tiempo después. La alerta roja aumentaba y aquellos días dormí con la
puerta abierta y una mochila listo para escaparme en el próximo zurriagazo del
subsuelo de Nicaragua.
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