Una brisa cálida
riza las aguas a partir del mediodía. Al amanecer, el lago Atitlán es un espejo
color esmeralda, pero las horas pasan y la superficie comienza a revolverse. A
las cinco de la tarde, las barcas que conectan las poblaciones de la orilla dejan
de funcionar y Xocomil se queda trabajando solo.
Xocomil es un
viento místico y Atitlán, uno de los lagos más bellos del planeta. Ambos forman
una conjunción inseparable: el primero tiene apellido kakchiquel y los
habitantes que pueblan este territorio desde hace siglos cuentan que recoge los
pecados de las orillas, que hace limpieza. Lo cuentan, lo saben y lo observan:
cómo se enfurece y levanta olas violentas. El segundo, Atitlán, nace al
desgranar su composición. Y significa “entre las aguas”.
El lago Atitlán
tiene el encanto original de una tierra añeja y volcánica, circundada por una
docena de poblaciones con nombre de santos y habitadas por las etnias mayas
quiché, tzutujil y kakchiquel, que luchan por conservar sus tradiciones. Y de
algún modo lo consiguen: ésa es la razón por la cual el departamento de Sololá,
que alguna vez llegó a exceder en mucho la superficie que hoy ocupa, se haya
convertido en el principal foco de turismo de Guatemala; de un turismo en el
que las comunidades indígenas son las protagonistas. Panajachel es su centro.
A esta población,
donde está la mayor variedad de infraestructura turística, se llega
descendiendo por un valle de carreteras sinuosas a 1500 metros de altura y
situado a 140 kilómetros de la capital del país. Una calle de paredes coloridas
recibe el visitante. No son ladrillos, ni murales, ni piedras, sino los puestos
de ropa y artesanías locales que cubren la calle Santander, que va estrechándose
hasta llegar al lago.
Este mirador es
el mejor punto para contemplar el paisaje volcánico y exuberante: envuelto en leyendas
mayas, todo lo que rodea este lago es misterioso. Desde su origen, atribuido a
la muerte que los kakchiqueles dieron a Tolgo, deidad de los terremotos, hasta
su aspecto actual, todo, desde el amanecer hasta las noches de estrellas
congeladas en el cielo, evoca el misterio.
Los inmensos
volcanes San Pedro, Tolimán y Atitlán vigilan el lago, rodeado por un cinturón
de cerros que caen en picado a las aguas turquesas, esmeraldas, celestes o
vidriosas, dependiendo de la luz que caiga en una superficie de 130 kilómetros
cuadrados.
Por momentos, el
lago se estira durante 18 kilómetros y para tocar su lecho tendríamos que
bucear 350 metros. Para adentrarnos en la vida de los habitantes de estas
orillas hay que sumergirse en sus leyendas.
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