18/4/17

Cuando el arte es egocéntrico

Decir que la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta es egocéntrica quizá suene a disparate, pero varios estudios recientes determinan que sí, que más del 80% de la población tiene una expresión egocéntrica. 

¿Por qué nos cuesta aceptar aquellas sombras que habitan en nosotros? El arte –y su consumo– es el perfecto reflejo de ese estado de conciencia de la sociedad, más interesado en sí misma y sus aledaños que en lo demás. 

Hasta Pablo Neruda, ese torrente insurrecto de adjetivos, se dolía a sí mismo frente al amor perdido: «Yo cruzaré toda la tierra preguntando/ si volverás o si me dejarás muriendo». Claro que Neruda, quien brindó a Matilde Urrutia Los versos del capitán y sus sonetos de amor; a quien le dijo que irían «juntos por las aguas del tiempo»; que le pidió que le quitara el pan, el aire, que se riera de la luna y de ese muchacho torpe que la quiere, pero que nunca de su risa –porque se moriría– le fue infiel. 

Nos chirrían canciones que apelan a buscar nuestra media naranja. «Sin ti no soy nada» es quizá el máximo paradigma de la necesidad de completarnos a través de los demás. Sin embargo, más allá del análisis feminista de películas románticas y literatura erótica, vemos cómo gran parte del arte que inunda nuestros días es un enfrentamiento entre un pequeño “yo” y el mundo, que siempre nos hace daño, que siempre nos aplasta. Una posición donde nuestra pequeña importancia choca contra la realidad, que no es ni buena ni mala, sino que únicamente es. Pero no siempre satisface nuestros deseos personales. 

El egocentrismo, estirado hasta el extremo, es patológico. Pero nuestra sociedad, basada en la supremacía del ser humano sobre todas las cosas, es eminentemente egocéntrica. Es en estos tiempos cuando está sucediendo algo interesante siempre que sepan leerse los labios del presente, ya que hemos tenido todo lo material. Y, sin embargo, nos falta algo. 

¿El qué? 

En busca de esa respuesta hemos mirado a Oriente, donde la cuenta es inversa. Y de allí hemos importado las disciplinas milenarias, aunque por el camino –y filtrado por nuestro sistema económico– hemos adulterado mucha de la pureza con que nacieron las herramientas para hallar la Verdad, como la meditación o el yoga, no para producir más eficientemente. 

Nuestra sociedad tiene sed de algo más. San Agustín, en sus Confesiones, dice tajante: «No se halla el descanso donde lo buscáis. Seguid buscando lo que buscáis, pero saber que no está donde lo buscáis».


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