27/4/18

Los frutos de la Sierra

Los gallos resquebrajaban la madrugada no más tarde de las cuatro. Si dormía en la calle, me llegaba el aleteo de los árboles donde se encaramaban las gallinas para dormir. Cuando estiraba la hamaca desde los dos extremos tras las paredes de barro y encajaba el cuerpo como podía, solo escuchaba ese cacareo que, de noche se atascaba en su garganta y en mi cabeza. 

Habíamos llegado a una de las comunidades lo suficientemente pronto como para cenar, pero tarde para comer, así que finalmente nos fuimos a dormir con el estómago seco. A eso de las diez a la noche, mientras los troncos ahumaban la choza, se alborotó el gallinero.

–¡El zorro!– gritó Wilfrido.

Su gruñido me alborotó también a mí, que pegué un brinco de la hamaca y salí a la calle con la linterna. Lo que vi, lejos del zorro o el jaguar –que en esta parte de la Sierra Nevada acechan–, fue a una niña recién bajada del árbol con una gallina en los brazos. Adormilado, al ver que nos había despertado, ella se excusó: “Es el desayuno”.

Durante el mes y medio que he caminado por las tres vertientes de la Sierra, el pueblo arhuaco me ha enseñado que los árboles dan pollos, las tormentas oro, la tierra ángeles y la humildad sabiduría. Y otro día, escribió García Lorca, “veremos la resurrección de las mariposas disecadas”. Y que yo pueda digerirlo con palabras.


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