–Qué tal, amigo, cómo estás,
¿allá es de noche o de días?
Cada vez que Abel baja a la
ciudad, me escribe o llama. Cada vez que sé que deja su comunidad, le escribo o
llamo porque en las alturas de la Sierra Nevada de Santa Marta no hay señal de
teléfono. Abel es arhuaco y vive en el
lugar en el que me desvivo, en la copa de una montaña sagrada a la que regresé
recientemente después que sus autoridades tradicionales, los mamos, me lo adelantaran:
–Tú vas a regresar.
Regresé cinco meses después
porque estuve regresando durante cinco meses, con sus semanas y sus segundos,
con nuestra comunicación bajo tierra y sobre el cielo, en noches de vigilia y
de reposo. Al llegar por segunda vez tras dos días de travesía por las
rugosidades, los excesos y el rigor del páramo, le pregunté al mamo qué pensó
cuando el cabildo mandó a un chico a su casa a buscarle y decirle que había
llegado. Él, una mezcla de Hércules y Virgilio, de arañazo en el aire y cellisca de nieve, sonrió y con tono uniforme, serio, como de piedra de
granito, dijo que la noticia le puso contento. Entonces le pregunté si sabía
que volvería: “Claro, lo estaba esperando”.
–¿Cómo lo sabías?
–Los pájaros, el viento, el
fuego, la olla, el relámpago, los sueños, los grillos: todo eso indica si va a
suceder.
Un rato antes, el comisario, José
Gutiérrez, me había dicho que presentía que alguien estaba viniendo de lejos.
*
Abel fue uno de mis guías en la
sierra durante mi primera visita, cuando caminamos bajo las zarpas del sol
varios días. Después, en este tiempo, cada vez que hablamos, me pregunta: “¿Y
cuándo vuelves?” Yo de algún modo le digo que no me he ido, y él me pregunta
por la familia; yo, por el mamo, el comisario, Bienve, Juan. Después nos
reencontramos en su comunidad: estaba alistando el mulo, pero se quedó un día
más.
Explicar qué es la Sierra con
palabras es como tirar una piedra al cielo y querer que no caiga. Y, sin
embargo, cientos de páginas de apuntes y conversaciones, días de caminatas bajo
los garrotazos del sol y la pólvora de las nubes, y la dinamita de las
enseñanzas de esos seres del cielo que disimulan su naturaleza tras la común apariencia humana. Y esa
ingenuidad de quien no está contaminada por la resabia condición de los de
abajo y su aparente sabiduría, que
aquí es silencio.
Cuando mi amigo Abel baja a la
ciudad, me escribe, le llamo: “¿Es de día o de noches?” “¿Y la familia?” “El mamo subió a la nevada, Juan se fue
con la familia a Sogrome y volverá pronto”. “Caminaré tres días, ayer
recogimos el café, el lunes nos reunimos, mañana luna llena”. “La gente no
quiere ver que está provocando problemas: físicamente tienen mayor progreso,
pero espiritualmente no es progreso”.
Un día, mientras me mecía en el
chinchorro tras las cuatro paredes de arcilla, me preguntó cómo guardaban el
dinero los ricos.
–En el banco– le dije.
–Sí, eso he oído.
Y se quedó pensando.
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