15/1/19

La (sabia) ingenuidad de la Sierra

A las once de la noche recibo un mensaje de voz en el teléfono:

–Qué tal, amigo, cómo estás, ¿allá es de noche o de días?

Cada vez que Abel baja a la ciudad, me escribe o llama. Cada vez que sé que deja su comunidad, le escribo o llamo porque en las alturas de la Sierra Nevada de Santa Marta no hay señal de teléfono. Abel es arhuaco y vive en el lugar en el que me desvivo, en la copa de una montaña sagrada a la que regresé recientemente después que sus autoridades tradicionales, los mamos, me lo adelantaran:

–Tú vas a regresar.

Regresé cinco meses después porque estuve regresando durante cinco meses, con sus semanas y sus segundos, con nuestra comunicación bajo tierra y sobre el cielo, en noches de vigilia y de reposo. Al llegar por segunda vez tras dos días de travesía por las rugosidades, los excesos y el rigor del páramo, le pregunté al mamo qué pensó cuando el cabildo mandó a un chico a su casa a buscarle y decirle que había llegado. Él, una mezcla de Hércules y Virgilio, de arañazo en el aire y cellisca de nieve, sonrió y con tono uniforme, serio, como de piedra de granito, dijo que la noticia le puso contento. Entonces le pregunté si sabía que volvería: “Claro, lo estaba esperando”.

–¿Cómo lo sabías?

–Los pájaros, el viento, el fuego, la olla, el relámpago, los sueños, los grillos: todo eso indica si va a suceder.

Un rato antes, el comisario, José Gutiérrez, me había dicho que presentía que alguien estaba viniendo de lejos.

*

Abel fue uno de mis guías en la sierra durante mi primera visita, cuando caminamos bajo las zarpas del sol varios días. Después, en este tiempo, cada vez que hablamos, me pregunta: “¿Y cuándo vuelves?” Yo de algún modo le digo que no me he ido, y él me pregunta por la familia; yo, por el mamo, el comisario, Bienve, Juan. Después nos reencontramos en su comunidad: estaba alistando el mulo, pero se quedó un día más.

Explicar qué es la Sierra con palabras es como tirar una piedra al cielo y querer que no caiga. Y, sin embargo, cientos de páginas de apuntes y conversaciones, días de caminatas bajo los garrotazos del sol y la pólvora de las nubes, y la dinamita de las enseñanzas de esos seres del cielo que disimulan su naturaleza tras la común apariencia humana. Y esa ingenuidad de quien no está contaminada por la resabia condición de los de abajo y su aparente sabiduría, que aquí es silencio.

Cuando mi amigo Abel baja a la ciudad, me escribe, le llamo: “¿Es de día o de noches?” “¿Y la familia?” “El mamo subió a la nevada, Juan se fue con la familia a Sogrome y volverá pronto”. “Caminaré tres días, ayer recogimos el café, el lunes nos reunimos, mañana luna llena”. “La gente no quiere ver que está provocando problemas: físicamente tienen mayor progreso, pero espiritualmente no es progreso”.

Un día, mientras me mecía en el chinchorro tras las cuatro paredes de arcilla, me preguntó cómo guardaban el dinero los ricos.

–En el banco– le dije.

–Sí, eso he oído.

Y se quedó pensando.

No hay comentarios: