“Vamos a pesar
bien…”, le dice el hombre que está delante de mí al carnicero. Es de la zona,
del barrio, y sospecha que el tendero le trata de engañar. Entrar a comprar a
un mercado agropecuario supone repetir esa frasecilla en cada mostrador. “Vamos
a pesar bien…”. El otro día fui yo quien sospeché tras comprar unos tomates y
desconfiar de su peso y, por lo tanto, de su precio: “Mucho pesa, ¿no?”. El
tipo, inflexible, agarró las cuatro piezas con una mano, que ya estaban más
cerca de mí que de él, y las devolvió a su sitio. Él se quedó sin el dinero y
yo sin mi ensalada de tomates.
Los mercados en
Cuba no tienen pesos electrónicos donde uno pueda comprobar el precio, sino que
hay antiguos platillos con pesas mordidas por rayitas que ellos disponen a su
antojo. Introducen tu selección en un plato cóncavo y deslizan (o lanzan), con
poca precisión, el peso por la varilla. No ha dejado de bambolear el aparato y
ya te están diciendo el precio. “Vamos a pesar bien…”, le dije un día al tipo
de un puesto pequeño en Habana Vieja. Se agarró un buen rebote, pero finalmente
se pudo deshacer, como mantequilla, por la noche y disculpas mediante el
delicioso aguacate en mi boca.
Si, con todo,
uno tiene el pelo ligeramente clareado y la cara más pálida que tostada, el
engaño está garantizado. Y si insinúas que se debería volver a pesar, lo toman
como ofensa. “Pues no lo compres”, te dicen. Pues no lo compro.
Con la fuga de
unos pesos en el proceso de compra ya asumida, ayer fui a un mercado a cinco
minutos de mi casa. Está mejor surtido que el de debajo de casa, que apenas
tiene más variedad que mangos, piña y frijoles empaquetados. A diferencia de
otros mercados igual de grandes, donde tratan de engañarte y cuando es tan
clamoroso que no pueden negar la evidencia, en lugar de pedir disculpas te
sonríen como si hubiera sido una broma (compré pan en un lugar que trataron,
pero no lograron, de cobrarme, qué sé yo, como 20 veces más), en este lugar son
elegantes. Así que ahí iba yo con la mochila a la espalda y una bolsa de tela a
llenarlas decididamente confiado, llenándolas poco a poco, en diferentes
puestos, de verduras y algo de fruta, azúcar, arroz y frijoles. Y hasta salí
satisfecho por la amabilidad con la que me habían tratado. Solo se rompió al
final cuando, a la salida, pedí una libra de jamón con la suerte de que la primera rodaja que cortó -y puso en el platillo
con sobras de higadillos- pesaba exactamente eso: una libra.
Salí de allí con
una cerveza extraña que acabé arrugando cuando bajaba de nuevo hacia casa, con
dos piñas clavándose en mi espalda y el peso de la bolsa de tela escorando mi
cuerpo hacia los socavones de la acera. Entonces recordé aquella manera tan
elegante de engañar que me hizo sentir, como Julio Camba en Nápoles, que había
sido yo quien les había engañado a ellos. De ilusiones vive el hombre.
3 comentarios:
Como siempre, un placer leerte, Diego.
Un placer.
:)
Siempre me han gustado mucho más los mercados que las grandes superficies.
Un gran relato
gracias a ambos.
son muchos más humanos y humanizados. Y eso se agradece en estos tiempos "robotizados"
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