4/8/13

Vamos a pesar bien

“Vamos a pesar bien…”, le dice el hombre que está delante de mí al carnicero. Es de la zona, del barrio, y sospecha que el tendero le trata de engañar. Entrar a comprar a un mercado agropecuario supone repetir esa frasecilla en cada mostrador. “Vamos a pesar bien…”. El otro día fui yo quien sospeché tras comprar unos tomates y desconfiar de su peso y, por lo tanto, de su precio: “Mucho pesa, ¿no?”. El tipo, inflexible, agarró las cuatro piezas con una mano, que ya estaban más cerca de mí que de él, y las devolvió a su sitio. Él se quedó sin el dinero y yo sin mi ensalada de tomates.

Los mercados en Cuba no tienen pesos electrónicos donde uno pueda comprobar el precio, sino que hay antiguos platillos con pesas mordidas por rayitas que ellos disponen a su antojo. Introducen tu selección en un plato cóncavo y deslizan (o lanzan), con poca precisión, el peso por la varilla. No ha dejado de bambolear el aparato y ya te están diciendo el precio. “Vamos a pesar bien…”, le dije un día al tipo de un puesto pequeño en Habana Vieja. Se agarró un buen rebote, pero finalmente se pudo deshacer, como mantequilla, por la noche y disculpas mediante el delicioso aguacate en mi boca.

Si, con todo, uno tiene el pelo ligeramente clareado y la cara más pálida que tostada, el engaño está garantizado. Y si insinúas que se debería volver a pesar, lo toman como ofensa. “Pues no lo compres”, te dicen. Pues no lo compro. 

Con la fuga de unos pesos en el proceso de compra ya asumida, ayer fui a un mercado a cinco minutos de mi casa. Está mejor surtido que el de debajo de casa, que apenas tiene más variedad que mangos, piña y frijoles empaquetados. A diferencia de otros mercados igual de grandes, donde tratan de engañarte y cuando es tan clamoroso que no pueden negar la evidencia, en lugar de pedir disculpas te sonríen como si hubiera sido una broma (compré pan en un lugar que trataron, pero no lograron, de cobrarme, qué sé yo, como 20 veces más), en este lugar son elegantes. Así que ahí iba yo con la mochila a la espalda y una bolsa de tela a llenarlas decididamente confiado, llenándolas poco a poco, en diferentes puestos, de verduras y algo de fruta, azúcar, arroz y frijoles. Y hasta salí satisfecho por la amabilidad con la que me habían tratado. Solo se rompió al final cuando, a la salida, pedí una libra de jamón con la suerte de que la primera rodaja que cortó -y puso en el platillo con sobras de higadillos- pesaba exactamente eso: una libra.

Salí de allí con una cerveza extraña que acabé arrugando cuando bajaba de nuevo hacia casa, con dos piñas clavándose en mi espalda y el peso de la bolsa de tela escorando mi cuerpo hacia los socavones de la acera. Entonces recordé aquella manera tan elegante de engañar que me hizo sentir, como Julio Camba en Nápoles, que había sido yo quien les había engañado a ellos. De ilusiones vive el hombre.

3 comentarios:

V dijo...

Como siempre, un placer leerte, Diego.

Un placer.

:)

mientrasleo dijo...

Siempre me han gustado mucho más los mercados que las grandes superficies.
Un gran relato

Anónimo dijo...

gracias a ambos.
son muchos más humanos y humanizados. Y eso se agradece en estos tiempos "robotizados"