El abuelo de
Julián Díaz murió a casi 2.000 metros de altura mientras acompañaba al ganado,
así que años después, cuando su padre le dijo en la montaña que se estaba
muriendo, Julián y su hermano lo bajaron en el carro hasta su casa de Carmona,
en Cantabria.
Julián hoy tiene
90 años. “Largos”, dice él, y yo no sé si se refiere a casi 91 o a alguno más,
aunque da igual: sube las escaleras de su casa con pasmosa habilidad; tiene una
memoria deslumbrante y, a pesar de que
dice, insiste y repite que no ha ido a la escuela, a mí me pareció uno de esos
sabios a los que me gustaría parecerme.
Hasta esa edad
que uno tiene que tomar decisiones, la de él coincidiendo con la muerte del padre,
acompañó al ganado por los puertos de Sejos, en los techos de Cabuérniga, en
Cantabria. Cuando no, acompañaba –también al padre- a talar las hayas de donde
sacaban las albarcas. Durante un mes, y a mano, serraban 15 ó 20 árboles. De cada
uno sacaban 40 pares de albarcas. Dormían en cuevas -una noche tuvieron que
sacar de una de esas cuevas a una osa-, se calentaban con fogatas y descendían
a Carmona con los troncos, ya algo secos, menos pesados y con parte de ellos
tallados, tirados por bestias.
Hace poco, me
dijo Julián, se quiso hacer un homenaje al último escultor, por no decir
fabricante, de albarcas de Carmona. Y no encontraron a nadie: las tradiciones
se esfuman cuando las personas se esfuman.
Al jubilarse,
allá por los ochenta, Julián comenzó a tallar madera. Nunca antes, me dijo,
había tallado nada. Quizá una vara de avellano, pero ni siquiera el trabajo
fino de las albarcas, que era encomendado a los mayores. Pero llegó la
jubilación y se puso a tallar y a tallar: su casa es un museo de obras
finísimas. Vacas, bueyes, colodras, dalles. Y cadenas de madera de una sola
pieza. Una vez le preguntó una de sus nietas: “¿Cómo sabes que dentro de uno de esos
trozos de madera hay una vaca?”
Julián dice que
apenas lee, que apenas escribe, que no fue a la escuela. Pero no hace falta
esas acreditaciones para intuir que yo estaba ante un hombre de una inteligencia
prodigiosa. A pesar de esas deficiencias, ayudaba a sus hijas en la escuela. Y el
profesor, sabiendo que aquel hombre de pelambre blanca no había ido al
colegio, se asombraba de cómo acertaba los problemas de sus hijas. Así que comenzó a dar deberes a sus hijas… para que se los diera al padre. Cómo será que,
en cierta ocasión, Julián le mandó de vuelta un problema al maestro. Y el maestro dijo, por Dios, hasta aquí.
Después de media
mañana entre conversaciones y anécdotas y visita a su estudio -qué paz se
respiraba allá arriba- me regaló un llavero de unos pequeños bolos. Me fui de
allí jarreando, como había llegado, mientras él miraba sin cerrar la puerta del todo hasta que me perdió de vista, como si yo fuera el último cordero y el fuera el
último sarruján.
3 comentarios:
¡Qué bonito! ¡Qué entrañable!
Esta es la vida. La vida que pasa y que queda. Aunque a veces, las personas nos empeñemos en no hacer caso al poso que dejan nuestras vivencias.
Un fuerte abrazo.
Gentes que merecen la pena, Miguel
Un abrazo
Me acuerdo de estar en su casa de San Pedro. Él nos la enseñó a mi madre y hermano allá por los ochenta. Una casa hecha con sus propias manos. Una persona entrañable.
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