Hubo un
momento en el que miré al cielo y pensé demasiadas cosas. Pensé en
versos cursis, en la novela de Llamazares, en una canción de Aute,
en Antonio Vega, en mi propia vida, en los satélites. Lejos de la
civilización, con la única conexión que la naturaleza provee, allí
estaba yo tumbado en unos maderos en mitad de la selva mientras daba
manotazos, aquí y allá, contra los mosquitos que venían a
incordiar. El cielo estaba precioso, como esas noches castellanas
donde nada se interpone entre los ojos y las estrellas: el cielo
estaba demasiado agujereado, colapsado por estrellas y el polvo que
las envuelve.
Hay una
novela, llamada El enamorado de la Osa Mayor,
donde esta constelación le sirve a Vladek, su protagonista, como
guía definitiva durante todos sus escarceos por las fronteras de
Polonia. No paré de pensar en Vladek, que se mezclaba con lo que yo
andaba viviendo en ese momento. Había tardado un par de días,
primero en una lancha motora y luego a remos, en llegar hasta esta
ramificación del río Samiria, en la reserva Pacaya Samiria. Cansado
y con cierta curiosidad, la vida me había puesto allí, después de comer
un par de pescados que habíamos desentrañado de las trampas en los
ríos, y tumbado boca arriba, como pasando lección al pasado.
La
selva es así y la gente de la selva lo dice: la selva, la gente de
la selva, la comida de la
selva, la vida de la selva. Parece una
colección de frases turísticas, pero cuando te cuelas en las casas
de la gente de la selva, en lugares remotos a los que solo se llega,
después de muchas -demasiadas- horas por río -aquí no hay
carreteras- y los ves comer, y dormir, y hablar tumbados entre las
aguas que en esta época de lluvias ensucia las casas, compruebas que
eso que agitan en el concepto “la vida de la selva” es cierto.
Creo
que la vida en estas poblaciones es demasiado monótona,
insoportablemente cíclica. En nuestro mundo puede que también siga
el mismo patrón -y vuelta a empezar- pero aquí, en caminos
polvorientos donde las adolescentes con sus hijos miran la vida
pasar, es un retrato que tiene poco encanto.
Más
adentro, ya lejos de la población, entre aquellos maderos donde el
cielo se volcaba en tromba, las cosas eran diferentes. Todo era más
idílico. Jeffry, Wellington, Miguel, Lena se desternillaban, y yo
les preguntaba qué les aportaba vivir rodeados de agua y del
zumbido de las cigarras, y no sé qué respondían porque yo estaba
ensimismado buscando la Osa Mayor, persiguiendo a los satélites,
quizá buscando mi propia vida allá arriba, porque en el cuerpo que
habitaba en esos momentos no la encontraba.
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