23/10/19

Tras el rastro de Moby Dick

Yo lo había visto. 

Había visto los contornos suaves de sus playas. También había dormido en posadas destartaladas, rezado en capillas y caminado por muelles de madera que crujían bajo mis pies. Había visto a los indios wampanoag caminar desnudos, como acariciando el suelo, y a un capitán con pierna de marfil que gritaba, poseído por la ira, «¡hijos de la oscuridad!». Había estado entre grandes tempestades y había sido engullido por lametazos de olas gigantes. Había visto una maraña de arpones y lanchas y maldiciones. Había ido a los Mares del Sur y holgazaneado en la cubierta del Pequod. Había remado hasta la extenuación con marineros de medio mundo con quienes había trabado amistad. Y había visto colas y lomos centelleantes de ballenas que a veces resoplaban a lo lejos y otras demasiado cerca.

Yo había visto arder lámparas de aceite de ballena en callejuelas adoquinadas. A hombres que fumaban en pipa y a otros que se zampaban con ansia guisos de chowder para desayunar, para comer y para cenar. 

Yo había visto todo eso. 

Cuando el ferry atravesaba la noche viscosa y se acercaba a las costas de la isla de Nantucket, donde el faro Brant Point guiña su luz roja cada cuatro segundos, todo eso regurgitaba en mi cabeza como una danza pegadiza: yo ya lo había visto.

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